Coming of age – Salir al mundo

Donald Trump fue elegido presidente y todos los que no lo votamos buscamos entender qué pasó. Una primera sensación es que te fuiste a dormir en un país, o en un mundo, y te despertaste en otro, uno mucho peor. Las encuestas se equivocaron, los diarios se confundieron, nuestras percepciones eran erróneas, todo lo que creíamos estaba mal.

They say you gotta stay hungry
Hey baby I’m just about starving tonight

Bruce Springsteen

Al día siguiente por whatsapp mi familia mencionaba el aniversario de la noche de los cristales, y cómo solo bastó una elección. Mis amigas contaban historias de alumnos llorando en el campus de la universidad Ivy League progresista en la que hago un doctorado en ciencia política. Otros repetían su indignación porque algunas personas osaban decir que “no es tan terrible”.

Yo pasé un día triste, como todos los miércoles me junté a escribir con una amiga, pero en vez de trabajar escuchamos el discurso de Paul Ryan (el líder de la Cámara de Representantes) que hasta ayer odiaba a Trump, y ahora dijo que el nuevo presidente había visto algo que todos los demás no vieron. Un rato después lloré viendo a Hillary, no porque sea mi persona favorita ni porque me conecte particularmente con ella, sino porque esto es una tragedia.

Fui al campus solo para una clase de danza. La profesora en la última pasada me dijo que levantara la mirada, le dije que no era un día para levantar la cabeza. Dos personas (la profesora y una alumna) asintieron, pero el resto no y yo pensé: ¿y estos?

En los días siguientes me dediqué a hablar con gente acá y en Argentina, y a leer. Leí en inglés y en español, mandé unos links y recibí otros. Miré mapas rojos y azules, divididos por edad, raza, región, entre otras variables. Fui a una clase de licenciatura de American Political Campaigns (Campañas Políticas en Estados Unidos) que fue sobre las elecciones y abierta a toda la comunidad de políticas. La clase se dividió en tres partes: lo que sabemos, lo que no sabemos (todo) y un mensaje esperanzador al final basado en que las cosas pueden cambiar. El profesor hizo malabares porque dijo que sabía que algunos alumnos habían votado a Trump porque esos mismos alumnos se lo habían dicho. Entonces yo pensé: están entre nosotros.

Escuché la clase. Y después me tomé un avión a Washington D.C.

En el avión leí un artículo de Katherine Cramer Walsh1, profesora de Política Norteamericana en la Universidad de Wisconsin (la universidad pública más grande del estado). Cramer estudia cómo las poblaciones rurales de Wisconsin forman sus preferencias políticas, y para eso hace algo que pocos hacemos: habla con ellos. Va a restaurantes, coffee shops y estaciones de servicio en la mañana de días de semana y charla con la gente que para ahí –mayormente hombres blancos, no hispánicos y en edad de jubilarse; que van desde casi homeless hasta pujantes empresarios locales. Les cuenta quién es, detalla su investigación, les hace preguntas y escucha, en una disciplina que hace poco trabajo etnográfico. Su argumento es que la gente en las afueras de las ciudades (una definición muy amplia) ve el mundo a través de su identidad rural, que entonces es más fuerte que sus identidades de clase, raza o cualquier otra cosa. Poblaciones rurales de clase alta y baja se sienten desaventajados frente a los citadinos, sienten que tienen menos poder y recursos, llevan estilos de vida diferentes con distintos valores y trabajan mucho más duro –pero les va mucho peor. Las industrias se fueron, el desempleo crece, no hay reconversión y encima los urbanites los sobran. Ante eso, ellos reafirman su identidad rural y votan, dice Cramer, a favor de un gobierno limitado (o sea, un Estado ausente) y en contra de sus intereses económicos.

El mapa muestra que las ciudades son azules, el campo rojo. Listo, una explicación y un “enemigo” claro. Le mando el artículo a una de mis hermanas que es profesora de Teoría Política en otra universidad estatal de Estados Unidos y me contesta: “Sí, pero el 58% de los blancos votaron a Trump y el 58% de los blancos no viven en el campo”.

La segunda o tercera frase del conductor del taxi que me tomé del aeropuerto de D.C. al hotel fue: “Esta no es la ciudad de Trump. Esta es la ciudad de Clinton”. Llegó a Virginia hace 23 años desde Somalía, sus hijos nacieron y van a la universidad acá. Es musulmán practicante. Cree que Trump es un bocón y que no va a hacer nada de lo que dijo -me repite los frenos y contrapesos que caracterizan el sistema de gobierno norteamericano y que la mayoría republicana no es a prueba de filibuster en el Parlamento. Me dice que Trump no va a echar a nadie porque la economía necesita a los migrantes, y que nadie le va a impedir a las personas que buscan una vida mejor que vengan a este país. Le digo que la gente se siente amenazada, me dice que claro, que entiende, pero que el país no va a cambiar. Voy por el lado de que no es blanco, me dice que todo bien. Trato por el lado de su religión, sigue tranquilo. Le digo que el 50% del país votó el odio (Trump sacó el 47.3% de los votos), me dice que son muchos menos (teniendo en cuenta que solo el 60% de la población votó). Le pregunto por qué se fue de Somalía, me dice que siempre está en guerra. Me pregunta de dónde soy, le digo “Argentina”, me pregunta si hablo italiano, le digo que sí y me responde en italiano, conversamos en ese idioma por un momento, le digo que dónde aprendió y me dice que en el colegio, y me entero de que Somalía fue colonia italiana. Me cuenta que vuelve cada cierto tiempo a ver a su familia. Le pregunto si se siente bienvenido en Estados Unidos, me dice que por supuesto. Yo, sentada atrás, lagrimeo. Le cuento que en la clase hablaron de las posibles medidas de Trump y además de listar el final del Obamacare, una reforma migratoria, cambios en comercio e inversión en infraestructura, mencionaron retrocesos en aborto y matrimonio igualitario. Ahí meto la pata: me dice que Dios es uno solo, estamos en este mundo por poco tiempo y al final vamos a tener que enfrentarnos a él. Está en contra del aborto y el matrimonio igualitario le parece una aberración.

El 35% de los americanos se identifican como “conservadores sociales”. Esto significa que quieren leyes (mucho) más estrictas sobre el aborto –de hecho, el 45% cree que es moralmente incorrecto-, no quieren sacar a Dios de la vida pública –particularmente de la educación- y se niegan a aceptar la homosexualidad y el matrimonio igualitario. Tienen una visión apocalíptica sobre el futuro que incluye la destrucción del “modo de vida americano” y por tanto la necesidad de defenderse –e imponerse. El boca de urna señala que el 81% de los que se definen de ideología conservadora (versus liberal o moderada) votaron a Trump.

Apenas llego al hotel para el seminario al que vine saludo a Ivan y a Milagro, de El Salvador y Bolivia, ambos trabajadores en la cocina y el bar. Los conocí hace un mes en mi primera visita y estuvimos charlando –Iván además de acá, trabaja en el Consulado de Bolivia y apoya fervientemente a Evo Morales. A ambos les digo, cómplice, “tenemos que hablar de lo que pasó”.

Me siento a cenar rodeada de amigos de varios países que no son Estados Unidos. Inmediatamente hablamos de Trump y compartimos nuestro estupor y horror. Tiramos distintas teorías e ideas que fuimos elaborando precariamente en estos días. Hay debate sobre cuán malo va a ser lo malo que se viene. Estamos todos más o menos de acuerdo.

Me voy a dormir.

A la noche siguiente me acerco a hablar con Iván. Le pregunto, otra vez cómplice, “¿qué te parece este nuevo país?”, me dice con una media sonrisa “Yo lo voté”.

El boca de urna señala que a Trump lo votaron el 29% de los latinos. Le fue casi igual con los votantes blancos que a Mitt Romney en el 2012, pero le fue mejor con los afro-americanos, los latinos y los asiáticos. O sea, le fue mejor con todos los grupos raciales. Le fue igual que John Mc Cain en el 2008 con los hispanos, peor con los asiáticos y mejor con los blancos y los afro-americanos. 2008 fue la primera elección de Obama, una histórica. 2012 fue la reelección, quizás por eso mismo menos abierta. Vamos más atrás entonces, a Bush en 2002 y 2004 lo votaron más o menos la misma cantidad de afro-americanos, pero más hispanos y más asiáticos. O sea que Bush era un presidente Republicano atractivo para las minorías, Obama arrasó con todo, pero Trump vuelve a serlo, a pesar de ser explícitamente racista.

Grupos latinos dicen que esto no es cierto, que las encuestas a boca de urna no acceden a una muestra representativa y por tanto no funcionan. Basándose en una encuesta de la noche anterior a la elección hecha por Latino Decisions, dicen que a Trump lo votó solo el 18% de este grupo, el mínimo histórico para un candidato Republicano.

En cualquier caso, es un número bajo, pero mayor que el cero que uno esperaría para un candidato como Trump.

Me voy de ahí para cenar y le digo a otro de los estudiantes que conozco hace poco pero me cae bien, que charlemos de lo de Trump, que quiero saber sus impresiones. Hace un doctorado en Pensamiento Social en la Universidad de Chicago, es inteligente –erudito, más bien. Tiene una sonrisa cálida y es simpático. También, lo sé, muy religioso y conservador. Es blanco. Nos sentamos y estoy esperando escuchar de su boca una descripción de la decadencia americana, pero luego de hablar de generalidades sobre que Hillary se confió y los encuestadores se equivocaron, dice “por eso me tapé la nariz y voté a Trump”. No puedo creerlo, pienso y lo digo en voz alta. La discusión se abre al resto de la mesa, entre ellos un chico blanco algo excedido de peso, tatuado y que antes de sentarse abrió frente a mí una botella de cerveza con los dientes. El votó a Gary Johnson –el candidato independiente. Pienso que no tengo idea de nada.

El 54% de los hombres blancos con estudios de licenciatura votó por Trump (un 39% por Hillary y un 4% por Gary Johnson). Entre las mujeres, fue el 45%.

La discusión sigue y toca el aborto, los derechos civiles, la política exterior. El votante de Trump habla de la destrucción de los valores de la sociedad americana por parte de los demócratas. Yo después de hacer la queja profundamente sentida por tener un presidente que habla como habla de las mujeres, hablo del miedo, del rechazo a lo diferente, la supremacía blanca. El votante de Gary Johnson dice que toda su familia votó por Trump y que él hubiera votado lo mismo si no fuera porque se fue de dónde nació. Me dice: población rural es voto económico, población urbana es voto anti-establishment y conservador en lo social (él, como la mayor parte de los hombres blancos educados, no puede evitar explicarte las cosas como son). La discusión vira a la inmigración, el votante de Trump defiende deportar a los ilegales, invocando el supuesto apego a las reglas de Estados Unidos y los incentivos perversos que crearía cualquier ley que facilite la migración. Solo entonces me pongo dramática y le pregunto dónde está su corazón, le digo que qué incentivos si sabemos que la gente va a trepar cualquier muro y morir en cualquier océano en busca de una vida mejor y que si él piensa que no la merecen. La conversación en la mesa sigue, pero un rato después propongo cambiar de tema. Al levantarnos de la mesa le digo a mi interlocutor que espero no haberlo ofendido, me dice que él lo mismo, nos abrazamos.

A la noche siguiente volví a hablar con Iván. Él votó a Obama en el 2008, pero el Obamacare no le funcionó. Está cansado de la hipocresía de los demócratas. Y cree que Trump va a devolver los trabajos a Estados Unidos, que va a cancelar los tratados de libre comercio, va a ajustar las cosas con China y México. Le pregunto por el discurso del odio contra los latinos –lo de las mujeres lo descarta rápido porque todos los hombres hablan así y no cometió ningún abuso de ningún tipo o estaría en la cárcel- y habla de los inmigrantes delincuentes. Le digo que esos no son todos los inmigrantes y me pregunta si yo dejaría que los inmigrantes que delinquen se queden en el país. Le digo que quizás no, pero que –otra vez- esos no son todos y le retruco su propia historia, pero él repite esa diferencia entre legales e ilegales. Le hablo de la Patria Grande, me dice que los trámites son largos en todos lados y que si sé cómo tratan en México a los que intentan migrar desde Centroamérica. Le digo que se supone que Estados Unidos es un país más desarrollado que México, él vuelve a hablar de los ilegales. Con el conjunto de los migrantes dice que no va a pasar nada: no va a hacer eso que dijo que iba a hacer.

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Inés Valdez2, teórica política en la Universidad de Ohio, propone un cambio en la manera que entendemos al régimen migratorio de Estados Unidos: de retributivo a productivo. O sea que el régimen actual no responde al incumplimiento de la ley por parte de los migrantes, sino que racializa a los inmigrantes y los constituye como criminales –lo que precisamente justifica el castigo. Reafirmando la narrativa que define a Estados Unidos como una nación de leyes, el régimen migratorio opone a los ciudadanos que pagan sus impuestos y siguen las reglas, y los ilegales. Todas las leyes, decretos y órdenes ejecutivas hablan de “proveer seguridad a las comunidades”, “aprehender fugitivos”, “proteger a las comunidades de las bandas”, “capturar depredadores” y “mantener nuestro barrios a salvo”. El discurso, las reglas y prácticas construyen whiteness en un modo central para definir el carácter amenazador de los inmigrantes racializados –entonces, hablar de inmigración es hablar de ilegales y la ilegalidad es irreconocible sin un cuerpo de color. El régimen construye así una división entre un grupo protegido (los blancos) y un grupo sujeto a un riesgo creciente (los inmigrantes latinos).

Un detalle: no hay en este país un camino formal para obtener status legal (la última ley al respecto es de 1986), de modo que los migrantes serán débiles por definición e iniciarán un camino de mucha exigencia: vivir y trabajar hasta el agotamiento, sin acceso a servicio sociales o protección alguna, y bajo constante vigilancia y temor a ser deportados. Ellos son construidos como descartables.

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En el avión de vuelta a casa se sienta al lado mío un chico blanco, alto, canchero. Me pregunta si soy estudiante, le digo que sí. Él me cuenta que está por terminar Finanzas, ya tiene un trabajo en Los Ángeles. Me pregunta a mí, le cuento qué hago y enseguida empezamos a hablar de Trump. Finalmente tengo la suerte de que mi interlocutor no lo votó. Hacemos un rápido repaso de sucesos y opiniones y me dice que lo que más le preocupa es el cambio climático, y si vi el documental de Leonardo Di Caprio sobre el tema. Le digo que no, pero “quizás Trump deba verlo”. Reímos. El avión está por despegar y antes de ponerse sus audífonos y cerrar los ojos me dice “por suerte estamos volviendo a la tierra de los educados”. Yo asiento y abro mi libro.

Mi impresión hoy es que la gente eligió una idea, un punto, una sensación de la campaña de Trump (por delirante que fuera) y cerró los ojos a todo lo demás. Usaron una linterna para iluminar una sola cosa, y dejaron que la oscuridad cayera sobre todo lo demás. Por eso pueden creer que Trump devolverá los empleos que se fueron a México, pero no va a deportar a nadie. O que va a proteger los valores americanos a pesar de ser todo lo contrario a un self-made man. Supongo que todos lo hacemos todo el tiempo: miramos una cosa y le restamos importancia a otras. Pero esta elección, y los días siguientes, fueron un relámpago que iluminó toda la escena: los votantes de Trump no soslayaron temas o problemas, decidieron ignorar a una gran parte de la sociedad americana. Y vivir con otros implica no darles la espalda.

El comentario que más escuché en Cornell en los últimos meses sobre los (entonces potenciales) votantes de Trump fue “son ignorantes”, “no entienden”, “no saben lo que les conviene”. Este desdén supongo descansaba en la certeza no solo de que nosotros sabemos más, sino de que somos más. Pero esta elección mostró que eso no es así. Por eso me obligué a hablar con la gente con la que hablé este fin de semana, quise entender, aunque no ser comprensiva. Sucede que el relámpago a mí me dijo, me gritó en la cara, que nunca hay que dejar de hablarle a los otros, nunca hay que dejar de hacer política.

  1. Cramer Walsh, Katherine. 2012. “Putting Inequality in Its Place: Rural Consciousness and the Power of Perspective”. American Political Science review, Vol 106(3)
  2. Valdez, Inés. 2016. “Punishment, Race, and the Organization of U.S. Immigration Exclusion.” Political Research Quarterly, Vol 69(4)