¿Cómo hacer para que mi respuesta a la crisis nazca del amor y no del miedo?

En estos días el miedo nos ha mordido con fuerza. Supongo que el miedo es una reacción natural frente a la incertidumbre y el sufrimiento. El miedo a contagiarse de coronavirus o a ser vector de contagio para otros, el miedo a la muerte, al dolor -propio o ajeno-, el miedo al desabastecimiento de bienes de consumo básicos, el miedo a perder el trabajo o a no recuperarlo, el miedo a las consecuencias de la crisis económica, a la incertidumbre del mundo que se viene, y un largo etcétera.

Veo a mi alrededor reacciones diversas frente a la crisis. Por un lado, parece haber una respuesta individualista, del “sálvese quien pueda”, anclada en el miedo más “animal”. Creo que el ejemplo más claro de esto es el ataque que en algunos países han recibido personas que están en la primera línea de combate al virus -trabajadores de la salud, vendedores de alimentos- por parte de vecinos, por entender que son un posible foco de contagio.

Pero, al mismo tiempo, han surgido por todas partes acciones de solidaridad muy grandes, con una creatividad explosiva. Formas de seguir celebrando desde los balcones o a través de videollamadas, de encontrarse manteniendo la distancia física, de producir insumos médicos o de protección personal para hacer frente a la pandemia, entre otras. También surgieron muchísimas ollas populares e ideas para amortiguar el impacto de la cuarentena sobre el trabajo de la gente, como la compra de servicios por adelantado para utilizar luego de la crisis.

En los siguientes párrafos comparto algunas reflexiones que me surgen delante de mis propios miedos, que son grandes y en parte me eran desconocidos hasta ahora. Y que conviven con mi fuerte deseo de permanecer en el amor y actuar desde ahí, de que el miedo no me coma, de que la distancia social necesaria para que no colapsen los servicios sanitarios no se convierta en otro tipo de distancia. Me pregunto cómo tratar de que mi reacción nazca del amor y no del miedo que siento. No tengo una respuesta, pero sí he encontrado algunas pistas simples que, aunque reiteradas, me dan luz.

Reconocer mi miedo

Reconocer en mí un miedo intenso, que también es el de muchos. Ir hacia adentro y poder confesarme a mí misma cada uno de los temores que me acechan. Desde el más estúpido -como no poder comprar papel higiénico- hasta el más hondo y simple -morir sola en un país que no es el mío y que nadie me dé la mano, no poder estar cerca de la gente que quiero si se llega a enfermar gravemente-.

A veces puedo ver mi miedo solo como un gran todo, como una intranquilidad interior, una ansiedad indefinida, incluso un cosquilleo en el cuerpo. Otras logro separar y nombrar algunos de mis temores, y tratar de superar la vergüenza que me dan, aunque solo me los esté presentando a mí misma.

Reconozco que el miedo está en mí y que, muchas veces, mis acciones nacen del miedo. No me gusta que así sea, pero “todo lo que está puede estar”, como dice Jalics. Trato de aceptarme con amor, y de tenerme paciencia. Situaciones como esta no se viven todos los días, me digo. Pero yo no soy el miedo, y eso es algo muy importante que me quiero recordar. El miedo está ahí, es parte de mi realidad. Quiero aceptarlo. Admitir mis miedos, no juzgarme por eso. No me hacen ni peor ni mejor. Simplemente están y si los tapo es mucho más probable que mi reacción frente a la crisis se ancle en ellos.

Estar en el presente

Estar presente en mi realidad es algo que intento desde hace un tiempo. Doy pasitos de bebé en ese sentido y, muchas veces, me parece que retrocedo. Lo que sin duda avanza es mi convencimiento de que estar en el presente es clave para vivir en el amor. Poder estar 100% para el otro en cada encuentro mínimo. Poder estar totalmente presente para recibir la maravilla que se me regala día a día, en gestos que si no estoy atenta me pasan desaparecidos.

Estar en el aquí y ahora implica no irme ni para el pasado ni para el futuro. En estos días, a veces me voy al pasado, recordando crisis fuertes anteriores que vivimos como sociedad, y todo lo que pasó en esa época. Claro que la historia sirve para entender el presente -y cuánto-, pero la realidad nunca es idéntica al pasado. Hoy la crisis es otra.

Pero sobre todo me voy al futuro, al cercano -¿qué voy a comprar cuando vaya al super la semana próxima?, ¿cuándo saldremos de la cuarentena?, ¿cómo será la vuelta a la oficina?”- o al un poco más lejano. Me pregunto hasta cuándo tendré trabajo, cuándo se podrá volver a viajar, qué dimensión tomará esta crisis, cuánta gente morirá, qué le pasará a las personas que amo, hasta cuándo los Estados podrán sostener los costos sociales y económicos del confinamiento, cómo haremos para reinventarnos como sociedad, y muchas cosas más. A pesar de estar en una posición de privilegio para afrontar esta crisis, la incertidumbre del futuro me llena de ansiedad.

Ahí, a veces, me acuerdo del Evangelio: “No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimentos? o ¿qué beberemos? o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por esas cosas, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero el Reino y la Justicia de Dios, y se les darán también todas esas cosas. No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas” (Mt 6, 31-34).

Me acuerdo de esa lectura y me doy cuenta de la poca fe que tengo. Me gustaría que esas palabras se tatuaran en mis huesos. El mensaje es claro: me tengo que enfocar en buscar el Reino de Dios y su justicia. Y confiar. Buscar el amor, aquí y ahora, porque es solo aquí y ahora que puedo actuar. Estar fuera del presente me paraliza, porque el pasado no se puede modificar y el futuro todavía no es.

Me pesco a mí misma deseando poder caminar por un parque y contando los días para el fin del confinamiento, en vez de disfrutar del tiempo que tengo para hacer cosas en casa, que también tiene su encanto. En lugar de agradecer y estar presente en mi realidad -en las pequeñas charlas de cocina, en el canto de los pájaros que se escucha desde mi ventana, en el olor de una torta de manzana recién horneada, en el rito de los aplausos al personal sanitario- me veo especulando sobre mi futuro, siempre imaginando situaciones trágicas, que gracias a Dios hoy no son mi realidad. No sé qué va a pasar mañana, puede ser que me espere mucho sufrimiento, o puede que no. Pero hoy tengo todo para agradecer. ¿Qué gano imaginando lo peor? ¿Anticipándome a una realidad que no sé si ocurrirá?

Una de los miedos más grandes que me causaba vivir fuera de mi país, por absurdo que parezca, era la posibilidad de que se desatara una guerra mundial y no poder volver. A los dos meses de irme llegó el coronavirus y se cortaron los vuelos. Y todo el miedo que había sentido, que me costó mucho vencer para armar las valijas, se achicó de golpe. Porque cuando estás en medio de la tormenta no hay nada que puedas hacer, simplemente estás. Otra vez el mantra: “todo lo que está puede estar”. Quiero aprender de esta experiencia. Confiar en Dios y no especular sobre el futuro. Vivir día a día, aquí y ahora, sabiendo que Dios está siempre presente.

Orientarme a Dios y confiar

La única forma en la que me puedo preparar para lo que vendrá es ocupándome de estar en mi centro, bien cerca de la fuente del amor que hay en mi interior. Trato de dirigir la mirada hacia a Dios, de orientarme hacia Él, hacia el amor, y dejar que Él haga su trabajo. “Ocúpate de Él y Él se ocupa de ti” dice Jalics. No va a ser a fuerza de voluntad que voy a vencer mis miedos. Si quiero que mi respuesta surja desde el amor, entonces tengo que volver una y otra vez a la fuente. Estar conectada a la vid. Permanecer en su amor.

Quiero animarme a estar presente para Dios con todos mis miedos a cuestas, incluso el miedo a Dios mismo. Aún sabiendo que el miedo a padecer me hace difícil entrar en la profundidad del silencio. Orientarme hacia Dios con todo lo que soy aquí y ahora. Rendirme.

Henri Nouwen, en su libro A cry for mercy, reflexiona: “Me pregunto si el miedo no será nuestro mayor obstáculo para la oración. Cuando entramos en la presencia de Dios y empezamos a sentir en nosotros ese enorme reservorio de miedo, queremos huir hacia alguna de las muchas distracciones que nuestro mundo ocupado nos ofrece. Pero no debemos tener miedo de nuestros miedos. Podemos confrontarlos, dejarlos hablar y llevarlos a la presencia del que dice “No teman, soy yo”. Estamos inclinados a mostrarle a Dios solo las cosas con las que nos sentimos cómodos. Pero cuanto más nos atrevamos a revelarle entero nuestro yo tembloroso, seremos más capaces de sentir que el amor de Dios, que es amor perfecto, hace desaparecer todos nuestros miedos” (traducción propia).

Orientarme hacia Dios es orientarme hacia el amor, en todas las direcciones. A mí misma, en primer lugar. Reconocer a Dios en mi realidad cotidiana. Agradecer cada gesto. Contemplar la belleza que se esconde en las cosas aparentemente ordinarias, incluso en la rutina de la cuarentena.

Dice Ana Frank en su diario: “Ahí está gran parte de la diferencia entre mamá y yo. El consejo que ella da para combatir la melancolía es: “Piensa en toda la desgracia que hay en el mundo y alégrate de que no te pase a ti.” Mi consejo es: “Sal fuera, a los prados, a la naturaleza y al sol. Sal fuera y trata de reencontrar la felicidad en ti misma; piensa en todas las cosas bellas que hay dentro de ti y a tu alrededor y sé feliz”.

Parece curioso que diga “sal fuera” cuando estaba escondida en la Casa de atrás desde hacía tiempo y solo veía el cielo de vez en cuando por una ventanita. Me gusta pensar que el “sal fuera” se refiere a salirse del propio ego. Contemplar a Dios, la belleza, la verdad. Darse cuenta de que todo eso está adentro de cada uno también.

Si me afano en arrancar la cizaña no va a poder crecer bien el trigo. No tiene sentido batirse en una dura lucha contra los miedos. Entonces, quiero reconocerlos, aceptarlos, aceptar que muchas veces me ganan y termino actuando desde el temor, y tratar de enfocarme en el amor, en la luz, que si se mira bien está por todas partes. Y confiar, por sobre todas las cosas; tratar al menos.



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