¿Es posible una economía según el Evangelio entre las parroquias y los curas?

Hace unos años compartí en las redes sociales una homilía en la que Francisco tocaba el urticante tema del manejo del dinero en nuestras parroquias y en la vida de los curas[1]. Enseguida retazos de su predicación se multiplicaron entre los medios eclesiásticos y “mundanos”. Entre otras cosas, tocaba el consabido tema de que los sacramentos no se cobran y comentaba algún (anti)testimonio de buena fuente.

 

Ante eso sentí la necesidad y el deber de hacerle eco a su meditación, además de un breve comentario: “La Iglesia nunca debe negar ningún sacramento por un tema económico. Los sacramentos nunca se cobran pero sí se solicita, de ser posible, un estipendio o colaboración… y eso confunde; sigue pasando. Al final, como dice Francisco, es como si con los hechos afirmáramos que la bendición no es tan gratuita. Es un tema complejo, porque hay que mantener las estructuras, los templos, los salones que todos usan, la luz… Es una realidad, pero no podemos confundir ni mezclar los temas; no podemos manejarnos como un negocio: eso es un escándalo. Habrá que generar algún tipo de redes solidarias para ayudar al mantenimiento, pero no mezclar sacramento con mantenimiento. Es bueno que Francisco lo recuerde”.

 

Obtuve algún “Me gusta”; y el comentario crítico de un colega en donde exponía, además de mi insipiencia y juventud, varios argumentos (reales y no contradictorios de lo que yo afirmaba). Lo que pretendía Francisco era recordarnos que la salvación es gratuita, pero esto tiene múltiples implicancias, no sólo a nivel teológico, sino también práctico (la economía de la parroquia, por ejemplo).

 

Han pasado cuatro años; hoy rectificaría algunas cuestiones sintácticas y de estilo. Obviamente que aquel comentario personal debe leerse a la luz de aquella homilía; tomar una frase aislada y criticarla sería deshonesto; y todos estamos cansados de los deshonestos.

 

La cuestión económica de nuestra Iglesia hogareña volvió hace poco a salir a la luz pública con una investigación hecha por el sociólogo Pablo Guerra[2]. En ella, entre otras cuestiones, exponía la situación económica del clero uruguayo. Otra vez, un diario de tirada nacional, se hizo eco, esta vez con un cariz positivo; el titular fue “Los sacerdotes uruguayos ganan poco y aun así son felices”. De esta manera se asestó doblemente contra un incansable y erróneo imaginario colectivo.

 

A ver si ahora me sale bien. Mi intención no es armar un sindicato como ya está sucediendo en Inglaterra con los anglicanos y algunos rabinos e imanes[3]. La investigación de Pablo Guerra abordó una realidad que no deja de ser urticante ni para el clero ni para la sociedad (aunque, en general, para ella quizá se trate más de una curiosidad de domingo). Se nos ha otorgado un informe, ¿qué es lo que hacemos con él? ¿Otro volumen para nuestra biblioteca o más megabytes ocupando el espacio cibernético? ¿Más discusiones corroboradoras de una “civilización del espectáculo” o de la modélica procastenia?

La cuestión importante es qué vamos a hacer de aquí en más; cómo podemos abrirle paso al Evangelio (no sólo a la letra, sino sobre todo a la “fuerza de Dios para el que cree”) en un aspecto tan concreto y cotidiano como éste. ¿Podemos vivir tranquilos sin abordar seria y evangélicamente esta realidad?

 

La investigación dejó a la luz pública una situación grave: las diferencias económicas y de remuneración -y su posibilidad- entre el clero. El tema aquí no es cuánto dinero, ni cómo conseguirlo, ni siquiera cómo sobrevivir (que todos lo hacemos porque podemos dar testimonio de manos solidarias y de una Providencia misteriosa pero efectiva). El punto importante no es el reclamo, aunque podamos esgrimir con el apóstol Pablo que “el trabajador tiene derecho a su paga” a la vez que prefiere voluntariamente negarse el mismo derecho. El problema impostergable es que la situación del sacerdote (económicamente cómodo o no) tiene un paralelo concreto en la relación entre comunidades, capillas, parroquias y diócesis. El punto ígneo es si no nos inquieta -operativamente-, como comunidad, la desigualdad injusta entre los que somos discípulos de Cristo.

 

Fuera de que a nivel “superior” se esté trabajando cómo ayudar (económicamente) al clero nacional, y aun cuando como clero llegáramos a gozar de cierta soltura –cuestión discutible y que queda en el fuero interno- la cuestión importante es qué tanto actuamos como hermanos, qué tanto -personal y comunitariamente- no hacemos la vista gorda al vecino (capilla, parroquia, diócesis, familia de la comunidad…), qué tanto nos abrimos a pensar y llevar adelante una estructura efectivamente más solidaria.

 

Hay multitud de chacras, cada una produce lo suyo; pero el terreno es solo de uno y Él nos quiere fraternos. No expropiar, no asaltar; tan sólo no ser indiferentes, implicarnos, compartir la misma mesa.

 

La cuestión, lamentablemente, una y otra vez, se presta (es tomada) a ideología. Una lástima porque el Evangelio trasciende y rompe con todas, con las de derecha y con las de izquierda. Los que nos creemos impulsados por “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” tenemos que animarnos a volver al viejo método: “ver- juzgar- actuar”, continuamente, para abrirle paso al Evangelio, aún en un tema tan incómodo como el económico.

 

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[1]https://www.lastampa.it/2014/11/21/vaticaninsider/es/vaticano/francisco-la-lista-de-precios-en-una-iglesia-es-un-escndalo-hLVpFtOIiGnjHlApVGQTqN/pagina.html

[2]El sacerdocio, entre la profesión y la vocación.
Un análisis sociológico sobre el clero del Uruguay., de la que hizo eco el diario el país, 1 de octubre 2017

[3] El fenómeno no nace, en primer lugar, como un problema de tipo económico, sino que está ligado a aquello que popularizó en nuestros medios el psiquiatra Roberto Almada: “El cansancio de los buenos”.



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