Hace 50 años…

Releer hoy la Carta Pastoral de Adviento de 1967, de algún modo me llevó a revivir los ecos que generó en nosotros -entonces veinteañeros- aquella exhortación a prepararnos para recibir al Señor que llega: “que vino a encarnarse en la historia de la humanidad; que viene a cada uno de nosotros y al mundo a través de nuestra actividad eclesial; que vendrá definitivamente para recapitular en Él toda la creación”.

En momentos en que se agudizaba un creciente deterioro de la situación económica y social, los efectos de la crisis afectaban especialmente a los sectores más vulnerables y los enfrentamientos sociales y políticos iban en aumento, la Carta nos llamaba a reflexionar juntos sobre nuestra misión como Iglesia en el mundo.

Es un ferviente llamado a la responsabilidad, a la conversión, a no caer en la omisión o la indiferencia. “Nuestro mensaje es evangélico, está cargado de la urgencia de la responsabilidad”, nos dice. Nos habla de un Dios encarnado que viene a traer la paz que emana de la justicia.

También nos llama al diálogo y la unidad entre los cristianos, asumiendo que la búsqueda de respuestas a la situación, podía llevarnos por caminos distintos. A asumir nuestro compromiso manteniendo la fidelidad al Evangelio y al magisterio eclesial, sin pretender absolutizar nuestras opciones.

En aquellos años de nuestra juventud la sensibilidad ante la injusticia, el dolor, la incertidumbre, estaba también acompañada por la esperanza y el entusiasmo de creer que se estaban gestando transformaciones que permitirían construir un mundo nuevo. Habíamos visto la renovación eclesial, impulsada por el Vaticano II, vimos emerger nuevos regímenes socio políticos que prometían ser el camino para superar las desigualdades y crear una sociedad más justa y solidaria. ¿Por qué no íbamos a creer que si asumíamos un fuerte compromiso como generación íbamos a poder dejar a nuestros hijos y nietos un mundo mejor?

La vida nos fue mostrando que los cambios necesarios implican un camino más largo y sinuoso, con marchas y contramarchas, que requieren un trabajo cotidiano, persistente, tenaz, coherente, que va sumando día a día en forma no siempre visible. También, que para que exista acumulación y sostenibilidad es esencial la conversión personal renovada y la construcción colectiva.

A lo largo de los 50 años transcurridos ha habido luces y sombras, momentos históricos más esperanzadores y menos esperanzadores; momentos de optimismo y entusiasmo, y de “esperar contra toda esperanza”. En cada uno de esos momentos, Dios nos habla, nos interpela, nos llama. El desafío ha sido y será dejarlo entrar en nuestra vida para que nos transforme y nos ayude a aprender a descubrir su presencia en la historia, en los acontecimientos, en quienes nos rodean. Abrir nuestro corazón y nuestra mente para descubrirlo en la dinámica compleja y contradictoria de la realidad en que vivimos.

 

Los desafíos actuales

Como dice la Carta que hoy recordamos: “No se puede hablar de Dios sin hablar del hombre, ni proponer el Evangelio sin desarrollar sus consecuencias prácticas”. En los últimos tiempos, la multiplicación de la información que recibimos amplía las posibilidades y también aumenta la dificultad de comprensión. Más que nunca es importante escuchar la Palabra y apoyarnos en la comunidad, en la diversidad de miradas para analizarla en profundidad.

Hoy, en nuestra realidad concreta, es posible constatar avances hacia una sociedad más humana, expresiones de solidaridad y reconocimiento de la dignidad del otro, pero también manifestaciones de egoísmo, injusticia, marginación y desprecio por la vida.

En nuestro país, podemos ver disminución en los índices de pobreza, mejoras en la distribución de recursos, incremento de la expectativa de vida y mejoras en el acceso a la salud, mayor sensibilidad ante inequidades e injusticias antes invisibilizadas, expresiones de solidaridad frente a emergencias o dificultades de algunos sectores de la población. Y simultáneamente, una fractura social que no logramos revertir, dificultades para asegurar una equidad efectiva en el acceso a la educación, a la vivienda, al trabajo digno, incremento de la violencia y la intolerancia, el sufrimiento de quienes viven experimentando el vacío y la falta de sentido. Tendemos a ver más fácilmente la carencia, lo que falta, lo que duele, lo que agrede y agravia, (“el árbol que cae”) antes que los brotes de vida nueva y esperanzadora (“el bosque que crece en silencio”).

Como nos previene el Papa Francisco, no caigamos en “la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, fruto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (EG. 85). “En el desierto -nos dice- se vuelve a descubrir el valor de lo esencial para vivir; así en el mundo contemporáneo son muchos los signos de la sed de Dios, a menudo manifestados de forma implícita o negativa” (EG. 86).

El germen de lo nuevo está presente si lo sabemos ver. Tal vez donde muchas veces no lo buscamos, en las voces que tendemos a ignorar o acallar. En las nuevas generaciones que abren caminos que no siempre comprendemos ni habilitamos para que puedan avanzar. En los proyectos y experiencias que surgen en las periferias como alternativas de respuesta y apoyo mutuo ante necesidades a las que la sociedad no ha logrado responder. O como reacción para superar barreras que hemos generado -incluso sin buscarlo- por insensibilidad hacia los efectos de acciones pensadas desde otras ópticas, o movidas por intereses particulares, antes que por el bien común.

En un mundo amplio y diverso, también la novedad pasa por buscar formas que nos permitan integrar sin avasallar, sin recurrir al pensamiento único, monolítico, sin matices. En la Evangelii Gaudium, Francisco nos propone la imagen del poliedro: “Ni la esfera global que anula, ni la parcialidad aislada que esteriliza… El modelo es el poliedro que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad” (EG. 236). Construir unidad en la diversidad entre los pueblos y las culturas, pero también generar comunión en la diferencia, en nuestra comunidad eclesial. Que la diversidad de carismas y visiones nos enriquezca y revitalice, y no nos divida.

 

Iglesia Sacramento de unidad y de esperanza

En su mensaje al Comité del Celam en setiembre del presente año en Bogotá, Francisco nos exhorta a ser en el continente latinoamericano una Iglesia sacramento de esperanza y sacramento de unidad.

Nos pide y nos impulsa a vigilar la concreción de esa esperanza y a trabajar con pasión.  “Pasión de joven enamorado y de anciano sabio -nos dice- pasión que transforma las ideas en utopías viables”. Para iluminar esa concreción, menciona “alguno de los rostros ya visibles”: “La esperanza en América Latina tiene rostro joven, tiene rostro femenino, debe mirar al mundo con los ojos de los pobres y desde la situación de los pobres, y pasa a través del corazón, la mente y los brazos de los laicos”. Nos impulsa a: “Trabajar sin cansarse para construir puentes, abatir muros, integrar la diversidad, promover la cultura del encuentro y del diálogo, educar al perdón y la reconciliación, el sentido de justicia, al rechazo a la violencia y al coraje de la paz”.

Ante tantos desafíos de nuestro tiempo, la esperanza brota y se renueva a partir del encuentro con Jesús que llega, al profundizar nuestra cercanía y confianza en Él y en su mensaje central: Ha venido, viene y vendrá porque nos ama en forma incondicional y eso nos mueve a responder con humildad y gratitud, devolviendo ese amor a Dios y a nuestros hermanos. Amor que implica trabajar por la justicia, la paz; reconocer la dignidad de todo ser humano, por ser hijo de Dios y hermano nuestro.

Poder ver con ojos nuevos, dejarnos impregnar por “su modo” de ser y de vivir, poner en el centro el núcleo esencial de su mensaje que da sentido a todos los tiempos, trasciende y vuelve a encarnarse en diversos lenguajes y culturas. Dejarnos sorprender por Él todos los días y llegar a ser instrumentos para que otros descubran su huella en lo profundo de su propio ser. Es lo que pido a Dios en este Adviento para todos nosotros, mientras nos preparamos a recibir a Jesús,un niño frágil, en un pesebre, que hace nuevas todas las cosas.



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