Número 43 – Por Pablo Dabezies 09/2015
En las innumerables reacciones y comentarios a la gran encíclica de Francisco son frecuentes las alusiones a la teología del texto como uno de sus aportes relevantes. Y en particular en lo que tiene que ver con la teología de la creación, revisitando una línea de pensamiento de gran fecundidad a lo largo de toda la tradición cristiana. Y que en algunas épocas y zonas de la Iglesia ha conocido tanto esplendores como eclipses. Por eso parece conveniente detenernos un poco en esta veta de la carta del Papa. Lo haré sobre todo de la mano del Metropolita Joannis Zizioulas, de Pérgamo, quien es uno de los principales teólogos contemporáneos en la Ortodoxia y fue invitado a intervenir en la presentación oficial de la encíclica en el Vaticano, el 18 de junio pasado. Su presencia fue en general interpretada no solo como un significativo gesto ecuménico sino también como un homenaje a los aportes pioneros del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla en el campo de la teología ecológica. De hecho, el actual Patriarca, Bartolomé I, es llamado el “Patriarca Verde” (sobre su pensamiento se puede ver https://www.ecojesuit.com/patriarca-ecumenico-bartolome-y-del-medio-natural-el-simposio-mississippi/6598/?lang=es). Agrego que fue iniciativa de Dimitrios [predecesor de Bartolomé] el establecer el 1 de setiembre como jornada de oración por el cuidado del medio ambiente. A ello se sumó el Consejo Mundial de Iglesias primero, y recientemente la Iglesia católica romana por decisión del papa Francisco, el pasado 6 de agosto, día de la Transfiguración (ver enhttps://es.radiovaticana.va/news/2015/08/10/el_papa_instituye_jornada_mundial_oración_cuidado_creación/1164083).
Lo que sigue son apuntes a partir de la intervención del obispo Zizioulas, con algunas referencias de otro obispo pero del siglo II, Ireneo de Lyon. No pretendo sin embargo analizar toda la riqueza teológica de la carta papal, que es mucha, ni siquiera la de los dos capítulos dedicados especialmente a esa dimensión: el II, “El evangelio de la creación” (nn. 62-100); y el VI, “Educación y espiritualidad ecológica” (202-146).
Teología y ecología
El obispo griego recuerda ante todo la sensibilidad y compromiso de su Iglesia por la cuestión ecológica, como lo demuestra el hecho de que “ya en 1989 el Patriarca Ecuménico Dimitrios publicó una encíclica dirigida a los fieles cristianos y a todos los hombres de buena voluntad, en la que subrayó la gravedad del problema ecológico y su dimensión teológica y espiritual”. En Laudato si’ (Ls) se señala con relieve el aporte de Bartolomé y la Iglesia ortodoxa sobre esta cuestión (Ls, 8 y 9).
“¿Qué tiene que ver la ecología con la teología?”, se pregunta Zizioulas. En los manuales tradicionales de teología difícilmente hay lugar para la ecología y lo mismo es verdad para los currículos académicos de las escuelas de teología, católicas, ortodoxas o protestantes. La encíclica dedica un capítulo entero (el II) para mostrar las profundas implicaciones ecológicas de la doctrina cristiana de la creación. Esto señala que según la Biblia, ‘la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra’ (66). Esta tercera relación, con la tierra, ha sido muy a menudo ignorada por la teología cristiana hasta el grado de que la historiadora norteamericana Lynn White, en un artículo ahora famoso de la revista ‘Scientist’ (1967), acusaría a la teología cristiana de ser responsable de la moderna crisis ecológica. Es cierto que en la teología cristiana el ser humano ha sido tan exaltado por encima de la creación material que le ha llevado a tratarla como objeto para satisfacer sus necesidades y deseos. El ser humano ha sido des-naturalizado y en este abuso y mal uso del mandamiento bíblico a la primera pareja humana (“crezcan, multiplíquense y dominen la tierra”, Gen 1, 28) la humanidad fue estimulada a explotar la creación material de manera ilimitada, sin respeto por su integridad y aun su sacralidad. Esta actitud hacia la creación no solo lleva a un mal uso de la doctrina bíblica sino que al mismo tiempo contradice principios fundamentales de la fe cristiana”. El metropolita de Pérgamo se detiene en dos: “la fe en la encarnación de Cristo […] y la eucaristía, que nos sitúa en el corazón mismo de la Iglesia”. Volveré sobre ellos porque dan como un cierto esquema para esta nota.
Entre tanto, Francisco advierte que el hecho de poner el énfasis casi solo en el primer relato de la creación (“sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”, Gen 1, 28) llevó a prestar menos atención a lo que dice el segundo relato, en donde Dios deja al hombre en el jardín del Edén “para que lo cultivara y lo cuidara” (Gen 2, 15). Por eso, comenta la encíclica: “Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a ‘labrar y cuidar’ el jardín del mundo (cf. Gen 2,15). Mientras ‘labrar’ significa cultivar, arar o trabajar, ‘cuidar’ significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (Ls, 67; ver también 66).
La encarnación del Hijo de Dios
El misterio de la Encarnación es el primer principio cristiano en que se apoya Zizioulas. Y señala: “Al asumir la naturaleza humana, el Hijo de Dios tomó la creación material en su totalidad. Cristo vino a salvar a toda la creación a través de la encarnación, no solo a la humanidad, porque de acuerdo con san Pablo (Rom 8, 22) ‘la creación entera gime y sufre’ esperando su salvación a través de la humanidad”. Para el Apóstol, humanidad del Hijo, condición humana y creación entera están íntimamente unidas, abrazadas, en el amor creador del Padre y en camino a su transfiguración final.
En este contexto, es pertinente recordar que la primera herejía cristiana, llamada con distintos nombres pero en general conocida como el docetismo (“dokéo” = parecer), consistió en negar la humanidad de Cristo (solo aparente) por no poder soportar que Dios se encarnara, se uniera al hombre en Jesús. Y esta tendencia ha atravesado y sigue recorriendo toda la historia del cristianismo (muchos piensan que su último avatar es en nuestro tiempo la “New Age”; en un sentido más general, las diversas tendencias llamadas “espiritualistas”).
Es significativo que la coyuntura eclesial (s. XII-XIII) en que vive el Francisco de Asís que canta al Dios de la creación, y a causa de ella (“Laudato si’, mi’ Signore, per…”), está muy fuertemente marcada por esa misma desviación, expresada en el catarismo (de “katharós” = puro). Originado en la reacción contra las riquezas sobre todo del clero, compartida con el franciscanismo, rechazaba sin embargo la humanidad real de Cristo, el mundo material y la historia como posible espacio de salvación. El origen oriental de esta corriente, que luego pasó a Occidente, hizo que la teología del Oriente cristiano se preocupara muy temprano por afirmar y desarrollar la verdad de la encarnación del Hijo de Dios. Y con ella, de manera inseparable, valorar la creación toda, nacida del amor de Dios y asumida por El.
Uno de los principales testigos de esta inquietud es Ireneo de Lyon, originario de Esmirna, en el Asia Menor, discípulo de Policarpo y por él de Juan el apóstol. Trasladado a la Galia, fue obispo y gran testigo de la fe apostólica ante esa galaxia de grupos y tendencias dualistas, negadoras del valor de la materia y la historia, que se conoce por gnosticismo. Ireneo, de manera deliberadamente polémica, reivindica y resalta la materialidad, la carnalidad de la existencia humana, interpretando de elocuente manera los relatos de la creación del hombre en el Génesis. Para el obispo de Lyon, el hombre es una especie de microcosmos, en él se resume el conjunto de la creación, de toda la realidad salida de las manos de Dios, que es inseparablemente carne y espíritu. Y cuya imagen perfecta es el hombre-Dios, Jesús, en su condición final de muerto-resucitado (la encíclica refiere, de modo inesperado, al pensamiento del por tanto tiempo condenado Teilhard de Chardin, para quien Cristo es el “punto omega” de la evolución de todo lo que existe, “eje de la maduración universal”, en expresión de Bergoglio – Ls, 83).
La aceptación del ser materia e historia como gratitud
Laudato si’ retoma con fuerza el concepto de creación, en lugar del de naturaleza, “porque [la creación] tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado” (Ls, 76; cf. hasta 83). “La creación es del orden del amor” (77). “Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios […] el suelo, el agua las montañas, todo es caricia de Dios” (84). Ese proyecto nos instala en el tiempo y “da lugar a la apasionante y dramática historia humana” (79), en la que se ejercita nuestra libertad. Esta dimensión, esencial a lo creado, es asumida entonces por el Hijo de Dios que en Jesús “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia…” (Lc 2, 52). Para los escritores cristianos, sobre todo cuando son confrontados con el rechazo de la historia como espacio de salvación (que todos los dualismos buscan fuera del tiempo), el rescate y afirmación de la dimensión histórica es fundamental.
Ireneo tiene hermosas intuiciones en su reflexión sobre la creación de los primeros padres. Para él, fueron creados en estado de infancia, llamados a crecer y dejarse seguir “creando” por Dios según la imagen del hombre perfecto, el Jesús muerto-resucitado, y la semejanza del soplo de vida del Espíritu. Por eso, la tentación de “ser como dioses” (Gen 3, 5) era especialmente tramposa, porque en realidad Dios mismo los había creado para ser como çEl. Pero ello requería tiempo, crecimiento, dejarse moldear hasta el final por las manos creadoras del Padre (eso significaba el mandato-prohibición de Gen 2, 16s). No lo aceptaron, quisieron ya todo aquello a lo que estaban destinados, aunque aún fueran inmaduros. No tuvieron paciencia, no asumieron su condición histórica, y así fueron “ingratos” con Dios, para Ireneo. La encíclica no solo valora este dimensión del tiempo sino que llama a redescubrir “los ritmos inscriptos en la naturaleza por la mano del Creador” (71), rehabilitando el descanso semanal como liberación y oportunidad para reconocer al Señor y contemplarlo en todas las cosas, dejando de lado la tentación de apoderarse de ellas.
Contra la habitual manera de pensar (generalizada entre los cristianos), y por su vigorosa afirmación del valor de la carne, con una lógica de hierro, Ireneo sostiene que el hombre y la mujer, aunque infantes, son superiores a los ángeles, ya que tienen un cuerpo como Cristo. Por lo que todo lo creado, asumido por el Hijo de Dios en su naturaleza humana, tiene una dignidad que nadie puede ignorar y todos han de respetar, cuidar y cultivar. Asimismo, el ser creatura, el no ser Dios (“No somos Dios”, n. 67; “el pensamiento judío-cristiano desmitificó la naturaleza”, 78), ubica al ser humano y a la entera creación en su lugar propio (cf. 75).
En nuestro tiempo y en especial en nuestras tierras, hemos retomado la conciencia de que el Hijo de Dios no solo se hizo hombre, sino que se hizo pobre. “Él, que era de condición divina… se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 6s). Uno de los aportes más señalados en la encíclica de Francisco es el de unir de manera indisoluble “el clamor de la tierra” con el “clamor de los pobres” (49). “Lejos de ese modelo [el de san Francisco], hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza” (66).
La eucaristía sobre el mundo
El metropolita Zizioulas continúa en su intervención: “El otro principio fundamental de la fe cristiana que tiene importantes implicaciones ecológicas está relacionado con el corazón mismo de la Iglesia, y es la Santa Eucaristía. En la celebración de la Eucaristía, la Iglesia ofrece a Dios el mundo material en la forma de pan y vino. En este espacio sacramental, el tiempo y la materia son santificados, son elevados al Creador con gratitud, como lo que Él nos regala. La Creación es solemnemente declarada regalo de Dios, y los seres humanos más que propietarios de ella actúan como sus sacerdotes que la elevan hacia la santidad de la vida divina. Estos nos trae a la mente las conmovedoras palabras de san Francisco de Asís con los que se abre la encíclica: “Alabado seas, mi Señor, por nuestra Hermana, la Madre Tierra”. Como san Gregorio Palamás [s. XIV] y otros Padres griegos lo dicen, toda la creación está permeada por la presencia de Dios a través de sus divinas energías. Todo declara la gloria de Dios, como dice el salmista, y el ser humano guía este coro cósmico de glorificación del Creador como sacerdote de la creación. Esta manera de entender el lugar y la misión de la humanidad en la creación es común a la tradición cristiana tanto oriental como occidental y es de especial importancia para el cultivo de una conciencia y sentido ecológicos”.
Se trata de una perspectiva teológica muy acentuada en las Iglesias del Oriente que han conservado mucho más la centralidad sacramental de la eucaristía que en Occidente, donde se desarrollaron de modo exagerado los aspectos devocionales. Este legado es muy importante para recuperar en nuestra concepción y práctica el sentido comunitario-social, cósmico y universal de la celebración eucarística, para superar la subjetivización que tanto domina aún entre nosotros.
No es menos rica en significado y proyecciones la ubicación del ser humano-humanidad como sacerdote de la creación, tal cual se revela en la misma eucaristía. Ello da un contenido concreto y al mismo tiempo muy vasto a la “participación activa de los fieles” querida por la reforma litúrgica del Vaticano II, al mismo tiempo que muestra la dimensión crística de todo compromiso social y ecológico (cf. cap. IV, “una ecología integral”, nn. 137-162).
Colocando toda su carta bajo la lógica del Cántico de las Criaturas del Poverello, Francisco traduce esa dimensión sacerdotal de la humanidad para toda la creación en la alabanza (Laudato si’), además de la responsabilidad y compromiso por el cuidado de la creación. Ella recorre todo el texto, lo abre y lo cierra, y no es sino la otra cara del reconocimiento del ser creaturas ante el Dueño de toda la tierra. Creaturas reconocidas, agradecidas y no ingratas. Orantes. Afirma Zizioulas: “la espiritualidad debe penetrar nuestro ethos ecológico a través de la oración. La encíclica nos ofrece varios hermosos ejemplos de cómo orar por la protección de la creación de Dios” (cf. 246). Recuerdo una hermosa costumbre muy antigua que transmite san Hipólito de Roma (s. II-III) en su “Tradición Apostólica”, la de orar a medianoche y su sentido: “los antiguos nos legaron la tradición según la cual es esta la hora en la que toda la creación descansa un momento para alabar a Dios: los astros, los árboles y las aguas se detienen un instante, y todo el ejército de los ángeles que le sirve, alaba a Dios a esta hora con las almas de los justos. Por eso los creyentes deben aplicarse a rezar en ese momento” (Tradición Apostólica, 41).
La dimensión espiritual
El obispo griego explicita ulteriormente la dimensión espiritual: “Como surge claramente de la encíclica la crisis ecológica es esencialmente un problema espiritual. La relación propia entre la humanidad y la tierra o su medioambiente natural fue quebrada por la Caída tanto dentro como fuera de nosotros, y esta ruptura es pecado. La Iglesia debe introducir ahora en su enseñanza el que afecta al medioambiente, el pecado ecológico. El arrepentimiento debe extenderse hasta el daño que infligimos a la naturaleza, como individuos y como sociedades. Esto debe señalarse a la conciencia de cada cristiano que se preocupa por su salvación.
La ruptura de la relación adecuada entre la humanidad y la naturaleza se debe al surgimiento del individualismo en nuestra cultura. La búsqueda de la felicidad individual se ha convertido en ideal de nuestro tiempo. El pecado ecológico nace de la codicia humana que ciega a hombres y mujeres hasta el grado de ignorar, o no atender, la verdad básica de que la felicidad del individuo depende de su relación con el resto de los seres humanos. Hay una dimensión social en la ecología que la encíclica subraya con claridad. La crisis ecológica camina junto con el crecer de la injusticia social. No es posible enfrentar una sin la otra. El pecado ecológico no es solo un pecado contra Dios sino también contra nuestro prójimo. Y no solo con el otro de nuestro propio tiempo, sino también, y esto es serio, contra las futuras generaciones. Destruyendo nuestro planeta para satisfacer nuestra codiciosa felicidad, legamos a las futuras generaciones un mundo dañado sin posibilidad de reparación, con todas las consecuencias negativas que ello tendrá para sus vidas. Tenemos pues que actuar responsablemente con nuestros hijos y quienes nos sucederán en esta vida” (Ls, 67). Es posible agregar que ese pecado agrede, hacia el pasado, el legado que nos han dejado nuestros mayores, los que han sabido cuidar la creación.
“Todo esto pide lo que podemos describir como un ascetismo ecológico. Es notable el hecho de que las grandes figuras de la tradición ascética cristiana hayan sido sensibles al sufrimiento de todas las creaturas. Como san Francisco de Asís en Occidente, en Oriente hay numerosas figuras de la tradición monástica en ese sentido. Hay narraciones de las vidas de santos del desierto que presentan la ascética como llanto por el sufrimiento o muerte de cada creatura y como impulso a una amigable coexistencia aun con las fieras. Y esto no es romanticismo. Es algo que brota de un corazón amante y de la convicción de que entre el mundo natural y nosotros mismos existe una unidad orgánica y una interdependencia que nos hace compartir un destino común, así como tenemos un mismo Creador.
El ascetismo es una idea desagradable para nuestra cultura presente que mide la felicidad y el progreso por el crecimiento del capital y el consumo. Sería poco realista esperar que nuestras sociedades adoptaran el ascetismo en el modo en que san Francisco y los Padres del desierto orientales lo experimentaron. Pero el espíritu y el ethos del ascetismo pueden y deben ser aceptados si nuestro planeta quiere sobrevivir. Las restricciones en el consumo de los recursos naturales es una actitud realista y es necesario encontrar caminos para limitar el inmenso desperdicio de los recursos materiales [Ls, 222-227]. La tecnología y la ciencia deben dedicar sus esfuerzos a una tarea como esa. Existe un gran desafío de inspiración y ayuda que surge de la misma encíclica en este sentido” (102-114).
Para concluir, y como lo han señalado muchos analistas, cristianos y no, un aporte clave de Laudato si’ es el llamado del papa Francisco a una “conversión ecológica”, dirigido en especial a los cristianos (216). Proponiendo el modelo de san Francisco de Asís (217), y modo casi inesperado, el “pequeño camino del amor” de santa Teresa de Lisieux (230), que incluya las dimensiones civil y política, una “cultura del cuidado que impregne toda la sociedad” (231).
Para otro análisis desde el mismo ángulo, ver el artículo, en traducción portuguesa, de David Cloutier, profesor de teología moral y Doctrina Social en la universidad Mount St. Mary, (Maryland, USA), publicado en la revista “Commonweal, el 18/6/2015: www.ihu.unisinos.br/noticias/543832-o-nucleo-teologico-de-laudato-si