El martes 18 de abril, se presentó en Obsur una nueva publicación que lleva por títuloUn tiempo apasionante y que tiene como protagonista al presbítero Haroldo Ponce de León Requena, en la organización e inicio de lo que fue la Pastoral de Conjunto durante los años 1966-1976.
Es contradictorio que lo destaque como protagonista cuando en realidad, el interés de quienes impulsaron el trabajo, -Obsur y el Hogar sacerdotal Mons. Jacinto Vera- consistió en reconstruir la experiencia conjunta de toda la Arquidócesis de Montevideo en el esfuerzo por renovarse y responder al llamado del Concilio Vaticano II.
Sin embargo, no puedo disimular. Haroldo Ponce de León es sinónimo de respeto, entrega, compromiso, compañerismo, elocuencia y erudición, y así me lo hicieron saber quienes lo conocieron cada vez que lo evoqué para pedir algún dato del período. El libro nos invita a pensar por qué personas como Haroldo siguen siendo tan significativas.
A partir de los materiales disponibles -cuadernos personales, testimonios de la época, prensa, etc.- observé que su vida es tan rica y “llena de días” que se vuelve una fuente inagotable de recuerdos. Sin embargo, este libro, sólo lo retoma como parte de una experiencia colectiva, en un momento histórico preciso: la tarea de Vicario Pastoral y compañero de Mons. Carlos Parteli en el inicio y organización de un nuevo modelo pastoral. Es sin duda un contenido que también merece reflexión. Pero ¿hubiese sido posible sin personas como Haroldo, sin trabajo colectivo, sin diálogo profundo, sin una auténtica entrega personal?
Me interesó especialmente visibilizar un eje que lo atraviesa desde los primeros años como seminarista hasta los últimos días de vida; desde lo íntimo de su escritura diaria hasta las palabras públicas: la relación Hombre (sujeto)-mundo. La vida de Ponce de León se desarrolló en el marco de varios acontecimientos políticos significativos de la vida del país. El año de su nacimiento coincide con la reforma constitucional que sanciona la separación entre la Iglesia y el Estado definitivamente. Luego, se destaca la crisis económica y política de las décadas 1960 y 70, y la siguiente dictadura cívico-militar entre los años 1973-1985. Ponce vive y participa también hacia el final de su vida de la reapertura democrática y los procesos complejos que ello supuso; por ejemplo, fue miembro de la Comisión Nacional Pro-Referendum que pretendía revocar la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. El ámbito eclesial está marcado por la sorpresa y el impacto del Concilio Vaticano II (1962-1965) con algunas tomas de posición que representan una profunda mutación y la posterior recepción local y latinoamericana, caracterizadas como de “apertura” a la sociedad. Pero lo más significativo es que dicha renovación y apertura se producen en el mismo momento de crisis de la mayoría de los países latinoamericanos. Las respuestas no fueron iguales en todos lados, por eso importa destacar las particularidades de una iglesia local que sin tener privilegios estatales, se compromete con los más desfavorecidos.
La confluencia de los diversos acontecimientos de ese período atraviesa la vida y la identidad del sacerdote, produciendo una “conversión” que implicó la asunción del mundo que hasta entonces parecía negado por su propia condición clerical.Intento entonces dar cuenta de ese movimiento interior que lo coloca en el lugar privilegiado de testigo en el sentido de Paul Ricoeur: no limitado a decir lo que vio (testimonio histórico) sino aplicado a las palabras, obras, acciones y vidas que, en cuanto tales, atestiguan desde el corazón de la experiencia y de la historia una intención, una inspiración, una idea que lo sobrepasa. Esa idea es para mí, la de una persona religiosa integrada, abierta al mundo, receptiva y comprometida con los más desfavorecidos de la sociedad de ese momento: presos políticos, los muertos en dictadura y sus familias, los huelguistas, estudiantes, obreros de las fábricas, desocupados, personas de fe de otras iglesias, las mujeres, los niños en situación de calle. Fue una persona que denunció las estructuras de opresión, proyectó formas concretas de convivencia, llamando a la responsabilidad y la participación en la construcción de la sociedad en la que muchos de sus pares (sacerdotes, religiosos/as y laicos/as) se comprometieron políticamente. Es decir, que la importancia de su testimonio radica en cuánto puede dar cuenta de un proceso de liberación y autonomía, no condicionada por el dogma religioso, sino a partir de su resignificación. Es en el marco de todos esos acontecimientos sociales, políticos y religiosos que se produce una tarea de subjetivación que permite visualizar que el sujeto no es una sustancia, un principio a partir del cual se desarrolla el proceso, sino que es el proceso el quehace aparecer a un nuevo sujeto.
En los cuadernos personales de Ponce de León se registra su empatía, entendida como la capacidad de ponerse en el lugar del Otro/a; el diálogo y la reflexión profunda consigo mismo que le permite resolver el conflicto moral que se le presenta: cómo conciliar la fe con el compromiso político de transformación social orientada a la liberación del hombre, la justicia y la corresponsabilidad ciudadana. Al mismo tiempo, es una escritura que dificulta el olvido -o dicho de forma inversa-, registra la conciencia de los acontecimientos de nuestra historia reciente; conflictos que seguramente fueron los de otras personas de su época y no una cuestión estrictamente individual. Ejercitar esta capacidad de juicio y reflexividad se revela como un ejercicio positivo especialmente en circunstancias excepcionales como el advenimiento de la dictadura en Uruguay, en consonancia con el resto de los regímenesautoritarios en América Latina.
Pero como decía al principio, el libro sólo registra un capítulo importante de su vida. Nada dice de su experiencia en el movimiento Scout, de las tareas que desempeñó ni las relaciones que forjó en cada parroquia donde trabajó, ni de la tarea que llevó a favor del ecumenismo que, sin duda, fueron expresión de ese mismo esfuerzo por ser testigo de Dios.
La vida de Haroldo es una fuente inagotable para registrar una unidad con una época, una eclesiología, un aprendizaje y una praxis comunitaria. Tanto para quienes lo conocieron y quienes no, la presentación del libro resultó una excusa para ahondar en su personalidad y su compromiso; hacer memoria y rescatarlo del olvido y sobre todo renovar con preguntas nuestro presente.