Hace 500 años, Lutero y su reforma

Entrevista a Bernard Sesboüé, sj*
Padre Sesboüé, ¿Qué fue lo que sucedió en 1517?

Tomemos los acontecimientos tal y como sucedieron e intentemos captar su alcance histórico. Preguntémonos: ¿cómo estaba la Iglesia católica al inicio de siglo XVI? En estado lastimoso, tanto que desde hacía ya mucho tiempo se hablaba de la necesidad de una reforma que sin embargo continuaba empantanada. No mucho antes, en el 1510, el Concilio Lateranense V se había concluido sin producir nada serio. Pero desde el punto de vista romano el concilio se había celebrado y no tenía sentido volver a comenzar. Los abusos eran numerosos y estaban a la vista de todos: corrupción e inmoralidad del clero, que daban origen al proverbio napolitano “Se quieres ir al infierno, ¡hazte sacerdote!”, jerarquía episcopal y romana muy poco edificante, etc. El asunto más sensible para el pueblo cristiano era la gran campaña por las indulgencias: el papa León X, hijo de Lorenzo de Médicis, Lorenzo el Magnífico, quería reconstruir de manera espléndida la basílica de San Pedro en Roma, la que conocemos hoy. Para esto necesitaba mucho dinero. Lanzó entonces en Europa y en especial en Alemania, una gran campaña que concedía generosamente “indulgencias” a quienes hacían limosnas que se esperaba fueran pródigas. La predicación se desplaza entonces de las grandes verdades de la fe a los beneficios espirituales de las indulgencias. Los predicadores usan argumentos burdos que convierten a la salvación cristiana en una especie de trueque financiero. Un gran predicador dominico de las indulgencias, el P. Teztel vulgarizó este versito: “Cuando la moneda en la alcancía canta, el alma del purgatorio salta”.

¿De dónde vienen las indulgencias?

Provienen de la práctica antigua de la penitencia pública. En la época de los Padres de la Iglesia los fieles eran sometidos al sacramento de la penitencia solo en caso de pecados muy graves: apostasía, homicidio, adulterio… Estos pecados exigían una penitencia pública y dura e incluían observancias diversas, entre las cuales la exclusión de la comunión eucarística. Una tal penitencia duraba un tiempo más o menos largo y podía alcanzar hasta varios años. Evidentemente, los penitentes deseaban que la penitencia pudiese ser abreviada lo más posible. Se podía hacerlo mediante las buenas obras, en especial la limosna. Cuando la penitencia se volvió privada, en la Edad Media, se consideró que el pecado, aunque fuera perdonado, tenía consecuencias que exigían una purificación en el más allá. Por esa vía, se transfirieron elementos de la disciplina terrestre al misterio trascendente del purgatorio, con el señalamiento de días de duración. En el s. XVI la teología que subyacía a la práctica de las indulgencias se había deteriorado mucho, de tal modo que se habían vuelto objeto de un verdadero tráfico. El debate recorre Europa. Los medios de comunicación de la época lo hacen suyo y la cuestión se difunde.

Lutero se encuentra en medio mismo de ese tráfico

El monje agustino Martín Lutero, joven profesor en la Facultad de teología de Wittenberg, encuentra que esta situación es escandalosa. No solamente Alemania se tiene que confrontar con esta especie de “impuesto”, sino que las conciencias se deforman con la ilusión de que la salvación cristiana no es un asunto de fe sino algo que se compra con buenas obras y sobre todo con limosnas. Ahora bien, esta manera de pensar es contraria al itinerario espiritual de Lutero. Hombre inquieto y torturado por las tentaciones, ha probado todas las formas de ascesis para liberarse, sin resultado. Se sentía condenado por la justicia de Dios en la que veía solo el aspecto punitivo. Pero un día, este profesor de Sagrada Escritura hace un descubrimiento en la Carta de San Pablo a los Romanos que considera completamente de acuerdo con la interpretación de san Agustín, lo que transforma su vida. Frente a la universalidad del pecado en la humanidad, la justicia de Dios es revelada por la fe en Jesucristo: “Porque nosotros estimamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley” (Rom 3,28). Toma como ejemplo el caso de Abrahán que “creyó en Dios y esto le fue tenido en cuenta para su justificación” (Rom 4,3). La justicia que podemos recibir de Dios no es por tanto el fruto de nuestras buenas obras, sino un don gratuito de la misericordia y la justicia por la que Él nos hace justos. La justificación por la gracia de Dios mediante nuestra fe será pues para Lutero el artículo central del misterio cristiano, el que hace que la Iglesia se sostenga o caiga. Con esto él inaugura una figura nueva de la fe por completo diferente de la del Medioevo. No se trata más de obedecer lo que dice el sacerdote y de participar a todo lo que hace la comunidad parroquial. Se trata de estar íntimamente convencido de que la gracia de Dios nos alcanza en nuestra miseria y en razón de la fe nos considera como sus amigos. El papel de la conciencia personal queda ubicado formalmente en el primer plano.

¿Cómo nace y se desarrolla la cuestión?

¿Qué hace entonces Lutero? Escribe, el 31 de octubre de 1517, a Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Magdeburgo y Maguncia, denunciando al mismo tiempo la práctica de las indulgencias y la teología que la justifica. Por tanto, plantea un problema de gestión práctica pero también de doctrina. A su carta añade 95 tesis sobre las indulgencias proponiendo un debate teológico, de tipo académico, sobre una cuestión cuyos fundamentos no son para nada claros. Estas tesis ciertamente punzantes, no son para nada proposiciones definitivas, sino que buscan una reacción, y más adelante poder llegar a conclusiones maduras. Lo que Lutero desgraciadamente ignora es que el Arzobispo tiene un contrato con Roma que espera con rapidez fondos frescos, de los que él mismo lleva un porcentaje. Cuestionar públicamente la práctica de las indulgencias llevaría a secar la fuente de las ganancias y a poner en peligro sus mismas finanzas. Lutero no recibirá ninguna respuesta. ¿Estas tesis fueron clavadas en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg? Todavía hoy se discute. En todo caso, saltan a la luz pública y a partir de entonces su autor pierde el control sobre ellas. Él quería un debate en el ámbito de su universidad y el debate invade toda Europa. Los media de la época se apropian de ellas y el asunto se extiende. El escándalo explota ante la opinión pública, exasperada por las indulgencias y por esta nueva vivencia de la fe que expresa un primer signo de la emergencia de los tiempos modernos. El rápido éxito de Lutero no se explica sino por el encuentro entre la consciencia de un hombre y la de un pueblo. La cuestión se vuelve pues política y eclesial. Es interpretada espontáneamente como una rebelión contra la autoridad del papa. El vuelta del teólogo a la Escritura y a los Padres de la Iglesia (las fuentes) es también interpretado como una sospechosa toma de distancia con respecto a la teología escolástica de la época, y es objeto de una gran hostilidad de parte del aparato eclesiástico. En medio de esta situación imprevista pero inquietante para él, Lutero escribe, en mayo de 1518, una carta muy respetuosa al papa, en la que intenta justificar su conducta y explica que está elaborando “soluciones” para hacer comprender sus tesis. Esa carta termina así: Postrado a vuestros pies, Padre santísimo, me ofrezco a Vos con todo lo que soy y todo lo que poseo. Pero ya es muy tarde. León X ha ordenado la apertura de un proceso contra él. Lutero es ya acusado de herejía en el sentido amplio que se daba a este término en aquella época. Se le intima que se presente ante un tribunal romano en dos meses. Pero un tal viaje sería bastante peligroso para él, podría ser asesinado o al menos terminar preso. También los protectores de Lutero en Alemania, en particular el príncipe Federico el Sabio, elector de Sajonia, piden que se transfiera el proceso a ese país. El cardenal Cayetano, dominico y gran intérprete de santo Tomás, legado del papa en Alemania, informa que el pedido es aceptado y que Roma le confía encargarse de la cuestión. La audición de Lutero se llevará cabo en Augsburgo. El debate degenera rápidamente y no se tocan los asuntos de fondo. Cayetano pide sobre todo que Lutero se retracte de sus errores. ¿Cuáles?, contesta el acusado. Tú niegas que el tesoro de las indulgencias esté constituido por los méritos de Cristo y de los santos, mientras que el papa Clemente VI ha definido esta doctrina como de fe común. Además enseñas que es la fe y no el sacramento lo que justifica, lo que es nuevo y falso. Lutero rechaza retractarse. Está pronto para cualquier cosa menos para eso, a no ser que se le demuestre que cuanto dice es contrario a la Escritura. El año siguiente, 1519, se realiza en Leipzig un verdadero debate teológico con Juan Eck, vice canciller de la Universidad de Ingolstadt, pero solo consigue empeorar las cosas. Las referencias de unos y otros se han vuelto formalmente diferentes: la santa Escritura para Lutero, las grandes decisiones conciliares y los pontífices para los teólogos. Eck no conocía bien el terreno doctrinal en el que se mueve Lutero. Las cuestiones son tratadas bajo la óptica de la desobediencia y la acusación de herejía está siempre sobre la mesa. Lutero es acusado de hostilidad hacia el papado y de retomar aspectos de la herejía de Juan Hus, del siglo anterior. Se instala cada vez más el dilema Escritura o Iglesia. Por su parte, Lutero va radicalizando sus proposiciones. El debate se hace más denso en el plano doctrinal con el cuestionamiento de los sacramentos. Lutero ha caído en cierto modo en la trampa que le tendido Eck y sale de la disputa más cuestionable, “condenable”, que lo que había entrado. Eck se ha convertido en su enemigo y contribuirá de cerca a su condena por el papa. Entre tanto, él mismo escribe varios opúsculos contra la teología de Lutero. En 1520 este hace conocer por su parte sus grandes manifiestos, entre los cuales el célebre dirigido A la nobleza cristiana de la nación alemana. En él apela a un concilio, despertando así los malos recuerdos de las asambleas conciliaristas del siglo XV. La primera etapa con respecto a Lutero se cierra en cuatro años. En 1521 Lutero es condenado y excomulgado con la Bula Exsurge Domine, que él quemará públicamente antes que retractarse en los siguientes sesenta días. Renuncia por tanto a toda esperanza de reconciliación. Comparece ante la Dieta de Worms y hace ante ella la famosa proclama: Si no se me convence mediante testimonios de la Escritura y claros argumentos de la razón – porque no le creo ni al papa ni a los concilios ya que está demostrado que a menudo han errado, contradiciéndose a sí mismos -, por los textos de la Sagrada Escritura que he citado, estoy sometido a mi conciencia y ligado a la palabra de Dios. Por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, porque hacer algo en contra de la conciencia no es seguro ni saludable. ¡Dios me ayude, amén! La Dieta entonces lo condena; la ruptura con la Iglesia de Roma se ha consumado, pero Lutero goza de la estima de una gran parte del pueblo cristiano. No se trata de un caso personal sino de un cisma grave y duradero en la Iglesia de Occidente. Cierro aquí la lectura de los acontecimientos. Es suficiente para reflexionar sobre lo que estaba en juego.

Es obvia la pregunta acerca de las responsabilidades

Es muy difícil hacer un juicio sobre las responsabilidades de esta ruptura que no sea tendencioso. Digamos ante todo que el clima en que estaban inmersos unos y otros llevaba a ello. Nadie quería ceder y la demanda hecha a Lutero de retractarse era muy prematura y no podía no llevar a lo contrario de lo que se buscaba. No se puede sino aprobar al Reformador en su protesta contra el tráfico de indulgencias. Pero él también tiene una parte de responsabilidad por la violencia de algunas de sus proposiciones, la intransigencia en la discusión, su rechazo de cualquier tipo de compromiso y su radicalización doctrinal progresiva contra la institución eclesiástica, lo que hizo de él un revoltoso, y según la consciencia de la época un hereje, cosa que al inicio no era. Pero se debe reconocer que la mayor responsabilidad viene del lado católico. La sospecha sobre él, no justificada al inicio, impidió que sobre la cuestión de las indulgencias se pudiera realizar un debate teológicamente bien fundado. Los responsables buscaban mucho más que Lutero se retractara, o su condenación, y no tanto la búsqueda de la verdad. Confundían sus posiciones de escuela con la ortodoxia, que identificaban a su vez con una teología aun bastante confusa. La imagen nueva de la fe, de la que era testigo Lutero, hubiera podido ser desarrollada de modo católico, como se puede constatar en Seripando, redactor del decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, o en Ignacio de Loyola. Y que por otra parte terminará por imponerse.

Lo que resulta trágico es la ruptura instalada en Europa…

No hay duda, se consumó esa ruptura entre Lutero y la Iglesia de Roma. Su protesta será seguida de modo masivo en Alemania. Y luego surgirán comunidades luteranas que se distanciarán de las parroquias católicas. La reacción seria de la Iglesia católica ante la Reforma tendrá un retardo considerable por causa de los conflictos entre los príncipes, la actitud mucho tiempo reticente de los papas y las exigencias cada vez más grandes de los reformadores. Todas estas causas volvieron imposible un concilio de reconciliación. El Concilio de Trento se abrirá en 1545 un año antes de la muerte de Lutero. Se celebrará bajo el signo continuo de las interrupciones y tendrá tres sesiones: 1545-1549 con Pablo III; 1551-1552 con Julio II; 1562-1563 con Pío IV. ¿Por qué tan tarde?, se podrá preguntar, cuando todo parecía clamar por un concilio. Al comienzo, Trento tiene cerca de 30 años de atraso, y cuando termina, 45. Las comunidades luteranas entre tanto se han establecido en toda Europa. Ha surgido la segunda generación protestante, la de Calvino y los reformadores, y otros han aparecido en escena. El concilio producirá un documento bastante significativo sobre la justificación por la fe, en que la tesis paulina es resaltada perfectamente en el marco de una teología católica. En el siglo XX, importantes teólogos protestantes llegarán a reconocer su valor. Como a menudo sucede en la Iglesia católica, era demasiado tarde para un concilio de reconciliación. Durante las dos primeras sesiones se esperó la presencia de los protestantes; en la tercera resultó claro que ese encuentro se había vuelto imposible. En una parte como en la otra, la preocupación de tener razón predominó sobre la voluntad de comprenderse.

¿Cómo ve al luteranismo de hoy y la actitud de la Iglesia católica, unos meses antes de comenzar las conmemoraciones de los 500 años de la Reforma?

Entre los innumerables diálogos realizados por la Iglesia católica desde los tiempos del concilio Vaticano II con las comunidades históricamente separadas de ella, el luterano-católico es uno de los más serios, continuos y fecundos. Desde 1972 se han publicado documentos importantes, reunidos y editados con el título Ante la Unidad. Las Iglesias se pusieron igualmente de acuerdo en reconocer que no tienen ya vigencia las condenas recíprocas del siglo XVI. Desde 1986 el diálogo se intensificó aún más, tanto a nivel internacional como nacional, por ejemplo en los EE. UU., centrándose en la cuestión decisiva de la justificación por la fe. Numerosos documentos prepararon la publicación de la declaración común entre la Federación luterana mundial y la Iglesia católica, La doctrina de la justificación (1999). Se puede decir que hoy el punto mayor que hizo estallar la crisis ha sido resuelto. La justificación por la gracia mediante la fe es objeto de confesión común y serena, aunque diferenciada, por parte de católicos y luteranos. Se dio a luz un comunicado oficial común de los dos signatarios con el objeto de hacer algunas clarificaciones. Este resultado es considerable y el documento debería pertenecer ya a los textos confesionales de ambas partes. Pero no tiene las mismas consecuencias para unos y otros, porque para los luteranos la justificación es el “criterio decisivo” de la autenticidad de la Iglesia, mientras que para los católicos es “un criterio” de la misma. Este punto fue largamente debatido y hoy da lugar a una nueva etapa del trabajo conjunto entre ambas confesiones, que tiene que ver justamente con la Iglesia. Estas conversaciones son siempre difíciles, porque no es posible resolver en unos pocos años lo que ha durado 500.

En cuanto a la conmemoración de este quinto centenario, tendría una sugerencia para la Iglesia católica. Una cosa realizable que tendría un gran alcance simbólico. Si la Declaración común sobre la justificación ha clarificado ya el conflicto inicial, un asunto ligado al acontecimiento de la ruptura está aún pendiente. Es algo secundario, sin duda, pero tiene su importancia. La Iglesia católica sigue enseñando y practicando la doctrina de las indulgencias. Lo hace además en un clima de fiesta como es la celebración de los años santos, por ejemplo el último sobre la misericordia. Sin duda, la práctica católica de las indulgencias no da ya lugar a ningún tipo de abuso financiero, y su teología ha avanzado considerablemente. En 1967 el papa Pablo Vi publicó un documento importante rechazando toda concepción “bancaria” del tesoro de la Iglesia, suprimiendo toda cuantificación y mostrando que las indulgencias son eficaces per modum sufragii (= a modo de sufragio), o sea que su valor es el de la oración de toda la Iglesia y de la conversión de la consciencia que estimulan. No hay nada que ponga en cuestión la justificación por la gracia mediante la fe. Sin embargo, esta cuestión nunca fue tratada en un diálogo clarificador. Por numerosas confidencias que he recibido, sé cuánto irrita las consciencias luteranas y protestantes la propuesta periódica de las indulgencias de parte católica. Muchas veces he tenido que volver sobre este tema para hacer aclaraciones. Por lo que sé, la Iglesia católica nunca expresó su arrepentimiento por el escandaloso tráfico que se dio en el siglo XVI, y tampoco ha buscado un acuerdo doctrinal sobre ello. Parece que olvidemos que la Reforma surgió a partir de ese escándalo, que la Iglesia de aquel tiempo no quiso reparar. Y este recuerdo queda terriblemente presente en la memoria luterana. Me parece que nosotros, católicos, deberíamos aceptar cambiar el nombre del proceso penitencial que lleva a la plena liberación de las consecuencias del pecado. El término “indulgencia” está demasiado cargado por el peso de los conflictos históricos para que se lo pueda aceptar en la actualidad. Sería totalmente posible utilizar en su lugar una palabra bíblica y tradicional como bendición, misericordia o benevolencia divina gratuita. Se trata después de todo de un aspecto de la teología de la gracia que exigiría sin dudas una revisión de los textos oficiales que regulan la materia y el abandono de muchas fórmulas que han marcado a generaciones pasadas. Sería una hermosa puesta en práctica de la Declaración común sobre la justificación y la última palabra sobre el antiguo conflicto de las indulgencias.

________________________

* Bernard Sesboüé, francés y teólogo de mucho prestigio, 88 años. Jesuita, ha sido docente de teología en Lyon y París (Centro Sèvres). Ha escrito innumerables obras y es todavía una referencia en el diálogo ecuménico, sobre todo con Luteranos. Ha sido miembro de la Comisión Teol. Intern. y consultor del Secretariado para la Unidad de los Cristianos.
La entrevista que publicamos, realizada el año pasado, ha sido tomada y traducida de Settimana-News (www.settimananews.it). El título es nuestro y hemos sintetizado las dos últimas preguntas.