HOMENAJE A ALFREDO ZITARROSA. Una experiencia de comunión de los santos a la uruguaya

El acontecimiento

El 10 de marzo se cumplían 80 años del nacimiento de don Alfredo Zitarrosa, uno de los máximos representantes de la cultura popular uruguaya, cuya voz sigue sonando y conmoviéndonos, aunque su partida rápida e imprevista nos dejó huérfanos de su presencia física hace muchos años.

Con muy buen tino, gratitud, y sensibilidad, desde hace meses se venía organizando un gran homenaje, con invitados de varios países donde Zitarrosa había vivido y dejado su huella, y, por supuesto, con artistas uruguayos representantes de varias generaciones y estilos musicales. Lo cual fue un gran desafío, dicho sea de paso, que culminó exitosamente.

Una mala pasada climática hizo que el homenaje se hiciera un día después, el 11 de marzo, pero en las mismas condiciones y con casi todos los artistas previstos. Quizá con la ventaja de ser viernes y en una hermosa noche estrellada. El estadio Centenario fue el lugar de la cita, y allí 30.000 personas disfrutamos de ese gran espectáculo, que fue excelente a nivel técnico y artístico, con la dirección musical de Fernando Cabrera.

Seguramente muchos de los lectores de este artículo han participado, otros se habrán quedado con mucha pena de no haber ido y quizá leyeron después los ecos. Casi cincuenta artistas aportaron su voz, su música, así como sus sentimientos. Menciono algunos con temor a olvidar a varios, claro que estuvieron los clásicos representantes del género popular: Eduardo Larbanois y Mario Carrero; Cristina Fernández y Washington Carrasco; Daniel VIglietti; Numa Moraes; Braulio López; Pepe Guerra… También de otros géneros y más jóvenes como Maia Castro, Malena Muyala, Sebastián Teyxera, Nicolás Ibarburu, Christian Cary, Juan Campodónico, Luciano Superville, Guzmán Mendaro, Enrique Anselmo, Emiliano Briancciari… También Jorge Drexler estuvo presente. Los organizadores tuvieron en cuenta la presencia de artistas del exterior como Tania Libertad, Liliana Herrero, Lisandro Aristimugno, entre otros, más la presencia muy esperada de Joan Manuel Serrat, quien dijo en conferencia de prensa que venía y participaba más como amigo de Zitarrosa y de los uruguayos.

Cito algunas canciones que escuchamos esa noche mágica, asumiendo que olvido algunas: Mire amigo, Milonga de ojos dorados, Stefani, Pa’l que se va, Para Manolo, Qué pena, El loco Antonio, Adagio a mi país, A José Artigas, Milonga cañera, Los milicos, Si te vas, Milonga madre, Recordándote, Doña Soledad, El violín de Becho, Milonga para una niña, Coplas al compadre Juan Miguel… Candombe del olvido, con la que cerró el espectáculo.

 

La lectura de fe

Pero este artículo no pretende ser una reseña de lo sucedido, si no más bien una lectura desde la fe. Ya muchos conocen mi osadía de pretender leer la historia, nuestra historia, teológicamente. Lo hago convencida de ser testigo de la frecuencia con que el Espíritu de Dios pasa, sopla, y alienta. Un pasar que no es de paso, valga la rareza de la expresión, si bien no podemos aprisionar jamás la libertad de Dios. un paso a nuestro paso, una densificación de ciertos momentos, actos, procesos humanos; es paso-presencia que los realza, embellece, bendice, y deja mojones, huellas a revisitar (como hacía el pueblo judío). Otra motivación que me alienta es eso que dice González Buelta, y que suelo citar: “Los cristianos tenemos que aprender a leer lo secular, lo profano, para descubrir en el mundo la presencia del Espíritu…”[1]

Y en este país laico, tenemos tanto para contemplar… El homenaje a Zitarrosa lo viví hondamente como uruguaya y como mujer sensible, pero además como persona creyente que cultiva la gracia de la mirada y la lectura de fe. Seguramente no he visto ni he oído más que los otros treinta mil espectadores, tampoco puedo asegurar que me haya emocionado ni gozado más. Pero sí que miraba, oía, y sentía desde varias perspectivas, y una transversal: la fe, por eso puedo decir que “recé” el espectáculo.

El comienzo y el final del homenaje, así como las canciones más emblemáticas de Zitarrosa no sólo provocaron grandes aplausos, también llevaron a encender luces. Antes, hace 3 décadas, hacíamos brillar en la noche los encendedores, ¿lo recuerdan? Ahora son celulares. Es interesante este fenómeno, cambian las formas, los medios, pero de alguna manera esa luz encendida en la noche, iluminando sonrisas y lágrimas de emoción, sea con llamita frágil de encendedores de gas baratos, o con celulares de todo pelo y marca, significa lo mismo:

– La porfiada esperanza, con reminiscencias paulinas, que alienta la Historia desde las muchas historias amasadas con amor y dolor. Nos recuerda también el inicio de la Gaudium et Spes.

– “Presente”. Con la resonancia de Isaías aceptando el desafío. (Is. 6, 8)

– “Aquí estamos, y están todos”. Con esa resonancia de pueblo y de comunión que trasciende fronteras espaciales y temporales, incluso las de la muerte;

– “Sí”. Con la carga mariana del “fiat” y con la de ese “sí” denso de Jesús en Getsemaní.

Recuerdo esas luces encendidas en los recitales de hace varias décadas, me emocionaban, pero también exaltaban, ponían eufórica… ¿sería el triunfalismo que se siente en la juventud? En cambio esa multitud de luces en el estadio inmenso, esas miles de luces encendidas en este homenaje, me alegraron mansamente, y me llenaron de ternura. Es más, preferí contemplar a encender yo mi luz. ¿Actitud sapiencial que traen los años? En todo caso era un sentimiento de gratitud, gratitud por la voz viril y la sensibilidad humana de don Alfredo Zitarrosa, gratitud por estar allí tan unidos tantos uruguayos, sintiéndonos eso, y pueblo. Y por supuesto gratitud a Dios. Mi mirada a esos fueguitos era oración.

No oculto mi orgullo –quizá raro y hasta cuestionable- de ser uruguaya. Ni oculto mi predilección por los artistas que recogen la vida del pueblo, por los poetas, porque son capaces de decirla bella y hondamente. No dejo de maravillarme al descubrir una y otra vez que se puede hacer poesía del dolor, de la injusticia, de la soledad, del amor y del desamor, de la impotencia o de la fiera lucha por la vida.

Sin ser un hombre de fe (religiosa)[2], Zitarrosa supo leer y cantar los dolores de parto de la historia, y entonces desde mi fe cristiana digo que ha sido profeta, profeta que denuncia el anti-reino que veía en el campo y en la ciudad, especialmente en la dureza de vida de los más pobres (Juan Miguel, doña Soledad, la joven Stefani, y tantos otros anónimos) Así como profeta que anuncia el reino de fraternidad que soñaba -sin saber que era “portavoz” del sueño de Dios de vida y dignidad, de vida plena y abundante para todos-.

Aunque le faltara la fe cristiana (con sus dogmas y culto), que habrá perdido en el camino vaya a saber por qué o por quiénes, como hombre estaba dotado de fe una antropológica, al decir de Juan Luis Segundo. Y yo creo leer en sus canciones una mirada pascual capaz de cantarle al dolor, de hacerlo canción y clamor colectivo, convocación y por tanto también esperanza.

Todo eso que rezuma la canción de Zitarrosa, más su voz, inconfundible e inigualable, estuvo allí presente en el homenaje: en la preparación cuidadosa de los organizadores; en cada uno que asumió el compromiso de compartir en la propia voz y sentir, la piel y la mirada del homenajeado; en cada uno de los 30 mil espectadores y en la sinergia colectiva que generó un ambiente que se percibía por todos los sentidos. Cada canción, cada acorde producido por distintos instrumentos, cada imagen que aparecía en las pantallas gigantes contribuía a ese clima de respeto y admiración al homenajeado, y unidad-comunión laica, a la uruguaya.

Un punto álgido fueron los 17 minutos del recitado de Guitarra Negra, realizado por Julio Calcagno y Malena Muyala. Allí se llegó al climax de identificación del público con el dolor del mundo, tantas veces cantado por Zitarrosa, -varón de dolores, que nos recuerda al siervo sufriente de Isaías-. Pudimos sentir no sólo el dolor humano, también en de la creación, cuando se describe el marronazo que parte la cabeza de la res en el matadero, y hace caer en tierra a cada una con los ojos abiertos a la barbarie. Haciendo la analogía con el misterio pascual que celebramos los cristianos, esos 17 minutos correspondieron al viernes santo, a esa noche que se hace a las tres de la tarde, a ese rasgarse el velo del templo. Silencio. Silencio y gargantas apretadas, silencio y corazón oprimido, casi se oía el latido agobiado de los treinta mil corazones presentes al unísono con el de Zitarrosa escribiendo esas coplas en el exilio. Dolor que no quiere ser ausencia, abstención, sino presencia comprometida y comprometedora: “Hago falta… falta mi cara en la gráfica del Pueblo, mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión del andar, mis piernas en la marcha, mis zapatos, hollando el polvo… los ojos míos en la contemplación del mañana…”

Y el final… el final lo viví –siguiendo la analogía- como sábado de gloria o mañana de resurrección, como plena comunión, en el sentido que los católicos profesamos “creo en la comunión de los santos”. Todos los artistas cantaron magistralmente el Candombe del Olvido. El público aplaudía de pie, no quería irse, los artistas se van, pero vuelven al escenario. No cantan otra canción, se quedan de pie escuchando ese mismo tema en la voz de Zitarrosa. En ese momento, ya no había más allá y más acá, eternidad y presente, Zitarrosa nos cantaba en ese instante. Él nos tributaba y bendecía a todos, y ese canto abrazaba a vivos y difuntos en una misteriosa unión. No era la letra lo más importante, sino la unidad, la Presencia de todos para todos. Confieso que lo viví como un estado de gracia, o experiencia religiosa, viviéndola, saboreándola y agradeciéndola simultáneamente.

Lindo haberlo vivido, para poderlo contar –como dice otro de mis poetas entrañables-.

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[1]   González Buelta, Benjamín. 2010. Tiempo de crear polaridades evangélicas. Santander (pág. 160)

[2] Cuento algo que pocos saben: Alfredo hizo de niño su catequesis y primera comunión, María Irma me contaba hace unos días que fue testigo de ese tiempo y esa primera comunión de Zitarrosa, recuerda su prolijidad, peinado, y en especial sus brillantes zapatos negros de charol, toda una producción para la ocasión.