Tomamos este comentario a Laudato si’ de la agencia AICA, de la Iglesia argentina. Se trata de una conferencia pronunciada por monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo rector de la Universidad Católica Argentina (UCA), en un encuentro de políticos y empresarios católicos reunido para reflexionar sobre los desafíos que plantea la encíclica. Nos parece que lo original del enfoque lo amerita. Además, se sabe que mons. Fernández es hombre de confianza de Francisco, y según se dice, colaborador en algunos de sus textos.
La Redacción
En una conversación que tuve con el Papa cuando él comenzaba a pensar en los contenidos de la nueva encíclica, dijo que estaba analizando especialmente la cuestión del poder, y que para eso estaba releyendo a Romano Guardini. El texto de la encíclica confirma hasta qué punto avanzó en esa línea de análisis. Por eso considero que el capítulo III [“Raíz humana de la crisis ecológica”], poco mencionado en los comentarios a la encíclica, debería ser mucho más tenido en cuenta. Por discutir acerca de los síntomas no llegamos a advertir adónde apunta realmente el Papa cuando quiere ir al núcleo del problema. Él nos da explícitamente esta clave de lectura cuando dice: “No nos servirá describir los síntomas, si no reconocemos la raíz humana de la crisis ecológica. Hay un modo de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que contradice la realidad hasta dañarla” (101). Precisamente, después de estas palabras comienza a desarrollar su crítica al poder, indicando que los avances tecnológicos “dan a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero” (104). Por eso formuló una pregunta que aún no tiene respuesta: “¿En manos de quiénes está y puede llegar a estar tanto poder? Es tremendamente riesgoso que resida en una pequeña parte de la humanidad” (104).
Con un descarnado realismo, el Papa advierte que hoy el ser humano no está en las condiciones adecuadas para ejercer con abnegación, lucidez y honestidad un poder demasiado grande, y así “está desnudo y expuesto frente a su propio poder, que sigue creciendo, sin tener los elementos para controlarlo. Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación” (105).
La denuncia del Papa apunta contra cualquier forma de poder que se erija por encima de la realidad y pretenda construirla a su antojo y según sus necesidades. Por eso insiste en la necesidad de “tomar conciencia de que vivimos y actuamos a partir de una realidad que nos ha sido previamente regalada, que es anterior a nuestras capacidades y a nuestra existencia” (140). Es la persuasión de que dependemos de una realidad previa a toda construcción nuestra, que debe ser ante todo recibida más que fabricada. Esta dificultad para reconocer y respetar algo que nos antecede y nos pone límites, se manifiesta de muchas maneras: “La falta de preocupación por medir el daño a la naturaleza y el impacto ambiental de las decisiones, es sólo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona discapacitada –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza” (117).
De este modo, pretende llegar a las raíces más hondas de la problemática ambiental. Sería muy superficial afirmar que es una encíclica contra la tecnología, porque “nadie pretende volver a la época de las cavernas” (114). Más precisamente, es un cuestionamiento profético al tremendo poder ligado al paradigma tecnológico-económico actual, que condiciona la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad, y su modo de entender el progreso. La arbitrariedad de este poder, que no se somete a nada ni se preocupa por cuidar la fragilidad, sólo puede abrir camino a nuevas situaciones dolorosas: “Cuando se propone una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto también tiene serias consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo. El ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús está en las antípodas de semejante modelo” (82).
Las expresiones más duras de la encíclica, de hecho, están dirigidas a los que tienen poder: “Llama la atención la debilidad de la reacción política internacional […] Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común” (54). “Quienes sufrirán las consecuencias que nosotros intentamos disimular recordarán esta falta de conciencia y de responsabilidad” (169). “Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas” (26). “Los diseños políticos no suelen tener amplitud de miras. ¿Para qué se quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?” (57).
El poder económico
Dentro de este marco, conviene entender adecuadamente los cuestionamientos de Francisco a la economía actual. Dejando de lado esa ínfima minoría conformada por los grupos tradicionalistas, que simplemente se dedican a rechazar en conjunto todo lo que diga este Papa, creo que conviene tomar en serio la reacción desmesurada de sectores neoliberales, particularmente representados por una porción importante de los republicanos de Estados Unidos.
En primer lugar remarquemos que, aunque algunos quieran interpretarlo así, en las palabras del Papa no hay un rechazo de la economía o de la actividad empresarial orientada a producir riqueza. Afirma que la actividad empresarial “es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (129).
Lo que propone es el desafío de pensar otro tipo de economía, menos ligada a la especulación financiera y mejor orientada al bien común: “Todavía no se ha logrado adoptar un modelo circular de producción que asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, y que supone limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, maximizar la eficiencia del aprovechamiento de los recursos, reutilizar y reciclar. Abordar esta cuestión sería un modo de contrarrestar la cultura del descarte, que termina afectando al planeta entero” (22) Se detiene especialmente a pedir líneas de acción que favorezcan el desarrollo de pequeños productores: “Para que siga siendo posible dar empleo, es imperioso promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial. Por ejemplo, hay una gran variedad de sistemas alimentarios campesinos y de pequeña escala que sigue alimentando a la mayor parte de la población mundial, utilizando una baja proporción del territorio y del agua, y produciendo menos residuos, sea en pequeñas parcelas agrícolas, huertas, caza y recolección silvestre o pesca artesanal […] Las autoridades tienen el derecho y la responsabilidad de tomar medidas de claro y firme apoyo a los pequeños productores y a la variedad productiva” (129).
De ninguna manera rechaza el progreso, sino que propone delinear otro tipo de progreso, donde “los esfuerzos para un uso sostenible de los recursos naturales no son un gasto inútil, sino una inversión que podrá ofrecer otros beneficios económicos a mediano plazo. Si no tenemos estrechez de miras, podemos descubrir que la diversificación de una producción más innovativa y con menor impacto ambiental, puede ser muy rentable. Se trata de abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos” (191). En cambio, en la economía actual hay “una inversión tecnológica excesiva para el consumo y poca para resolver problemas pendientes de la humanidad” (192), mientras una economía más orientada al bien común “podría generar formas inteligentes y rentables de reutilización, refuncionalización y reciclado; podría mejorar la eficiencia energética de las ciudades. La diversificación productiva da amplísimas posibilidades a la inteligencia humana para crear e innovar, a la vez que protege el ambiente y crea más fuentes de trabajo” (ibid).
Llama la atención que muchos economistas católicos se resistan a tomar el guante, y se sitúen en una actitud defensiva y hasta resentida, cuando podrían usar su creatividad para acompañar y enriquecer la propuesta de Francisco. Pero ciertamente hay un punto en el cual el Papa se distancia claramente de las perspectivas neoliberales extremas, y es en la convicción de que no basta la libertad de mercado para resolver todos los problemas. El hecho es que “el cuidado de los ecosistemas supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato, porque cuando sólo se busca un rédito económico rápido y fácil, a nadie le interesa realmente su preservación […] En el caso de la pérdida o el daño grave de algunas especies, estamos hablando de valores que exceden todo cálculo” (36).
Estamos sencillamente ante un sano realismo, que lleva a remarcar que un ser humano dejado a sí mismo, al dinamismo de su propia libertad, no asegura el cuidado de los frágiles: “Una vez más, conviene evitar una concepción mágica del mercado, que tiende a pensar que los problemas se resuelven sólo con el crecimiento de los beneficios de las empresas o de los individuos. ¿Es realista esperar que quien se obsesiona por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las próximas generaciones? Dentro del esquema del rédito no hay lugar para pensar en los ritmos de la naturaleza, en sus tiempos de degradación y de regeneración, y en la complejidad de los ecosistemas, que pueden ser gravemente alterados por la intervención humana […] No se considera seriamente el valor real de las cosas, su significado para las personas y las culturas, los intereses y necesidades de los pobres” (190).
Desde el punto de vista ambiental, un límite al poder tecno-económico está en el llamado “principio precautorio” que se asume de esta manera: “Si la información objetiva lleva a prever un daño grave e irreversible, aunque no haya una comprobación indiscutible, cualquier proyecto debería detenerse o modificarse. Así se invierte el peso de la prueba, ya que en estos casos hay que aportar una demostración objetiva y contundente de que la actividad propuesta no va a generar daños graves al ambiente o a quienes lo habitan” (186).
Pero hay una advertencia más general y más seria, la que hace cuando pide asegurar un sistema normativo adecuado “antes que las nuevas formas de poder derivadas del paradigma tecno-económico terminen arrasando no sólo con la política sino también con la libertad y la justicia” (53). La seriedad de esta advertencia no ha tenido ecos en la prensa. ¿Alguien se preguntó qué significa que el actual paradigma pueda arrasar con la libertad? Los poderes económicos y tecnológicos defienden la libertad de empresa y de desarrollo, pero eso no significa que defiendan la libertad de las personas en todo sentido, ya que “la alianza entre la economía y la tecnología termina dejando afuera lo que no forme parte de sus intereses inmediatos” (54).
Advirtamos entonces que, detrás de los cuestionamientos a la economía de mercado hay algo más decisivo: el asunto es el poder, y en todo caso la especulación financiera desenfrenada como una forma en que se encarna un poder sin límites ni marcos éticos. Puesto que el poder –sea político, económico, empresarial, policial, etc. – requiere siempre un control y un límite, Francisco lamenta el daño de “la salud de las instituciones”, el menoscabo “del civismo” y las “conductas alejadas de las leyes”, con sus consecuencias graves en lugares donde “se corrompen conductas, se destruyen vidas y se termina degradando el ambiente” (142).
El abandono de los sin poder
Frente a los poderosos están los que no tienen poder, los descartables. En esta encíclica vuelven a tener un lugar privilegiado, porque los planteos sobre el ambiente están estrechamente conectados con las reivindicaciones sociales de los pobres y de los países menos desarrollados, de manera que la cuestión ambiental se sitúa en el marco del “reconocimiento del otro”. Interesan no sólo las relaciones con el ambiente, sino al mismo tiempo las relaciones entre nosotros. Por eso “un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (49).
La íntima relación entre las cuestiones ecológicas y sociales aparece crudamente expresada en este párrafo, que no puede dejar de leerse: “Seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros. Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos” (90).
Por eso la encíclica retoma con firmeza la cuestión del destino común de los bienes de este mundo: “El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos. Si no lo hacemos, cargamos sobre la conciencia el peso de negar la existencia de los otros” (95). El problema es que la sociedad consiente que los pobres se vuelvan invisibles, de manera que su presencia no cuestione sus hábitos de consumo y su estilo de vida. Porque “muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados” (49).
El desafío de la inclusión de los pobres reaparece permanentemente, por ejemplo, cuando pide sustituir la dádiva por la creación de puestos de trabajo: “El trabajo es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal. En este sentido, ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo” (128). Pero los criterios de la renta fácil llevan a “reducir costos de producción en razón de la disminución de los puestos de trabajo, que se reemplazan por máquinas. Es un modo más como la acción del ser humano puede volverse en contra de él mismo” (128), en una especie de “suicidio social” a largo plazo.