La niña que miraba los trenes partir es desde ya un bello y sugestivo título, qué duda cabe. Tengo, además, la convicción de que este será, sin dudarlo, uno de los libros de autor uruguayo más importantes del año.
Para resumir rápidamente la sustancia de este libro formidable –todavía no lo llamaré novela, porque para mi sorpresa Long ha superado la frontera de la ficción y ha imbricado de manera admirable esa ficción con hechos reales- voy a enumerar apenas algunos detalles de su argumento que se resumen en el avance de prensa de la obra:
Años cuarenta del siglo xx, en un mundo azotado por los conflictos bélicos. Charlotte, una niña belga de ocho años, desaparece de la Lieja ocupada por los nazis, dejando atrás su casa y su infancia feliz. Junto con la familia huye de los perseguidores, viviendo increíbles peripecias y ocultándose en míseros escondites de pueblos y ciudades.
Alter, su tío, obligado a desempeñar funciones en uno de los guetos donde Hitler ordena confinar a los judíos –incluidos los padres del muchacho–, debe afrontar una extrema disyuntiva ética.
Dimitri Amilakvari, militar francés de origen georgiano, desembarca en el norte de África al frente de la mítica Legión Extranjera, para enfrentar al mariscal alemán Rommel y su temido Afrika Korps.
Domingo López Delgado, un soldado uruguayo, se enrola como voluntario en las fuerzas de la Francia Libre y es destinado a la Legión Extranjera en Bir Hakeim, África del Norte, donde será testigo de la grandeza humana de su superior, Amilakvari, y ambos participarán en un combate legendario.
Cuatro historias de vida que se entrelazan para transportarnos en el tiempo
Digamos que en lo previo esas historias prometen mucho. Y una vez que se ingresa en la lectura, lo primero que provoca admiración en este proyecto es el sentido de lo épico que se conjuga con una mirada de lo mínimo y cotidiano. El gran fresco sobre la II Guerra Mundial que en Uruguay, hasta donde yo sé, no se había intentado realizar desde la literatura.
Primera comprobación importante y decisiva: Long ha colocado alto el listón a alcanzar con la escritura de este libro. Algo que ya había hecho cuando encaró, nada menos, su estupenda crónica sobre Isidore Ducasse, autor fundamental y elusivo si los hay. En No dejaré memorias ya puede verse esa audacia para encarar desafíos con la escritura. Y esto para mí, como autor, es muy importante. Me refiero a la audacia, el riesgo a correr cuando se encara la escritura. Esto también distingue esta obra. Basta leer al final de la misma los créditos referidos a la investigación que Long desarrolló en este proyecto.
Para matizar esto que digo voy a recurrir a un viejo artículo escrito por Umberto Eco allá por 1983 referido al costo de una obra maestra de la literatura. No sin cierta ironía ejemplificaba con Por quién doblan las campanas de Hemingway y decía que había costado poquísimo: viaje clandestino a España en un vagón de mercancías, manutención y alojamiento provisto por los republicanos y, gracias a la muchacha con su saco de dormir, ni siquiera el gasto de la habitación por horas. Lo diferencia de otra novela de Hemingway, Más allá del río y entre los árboles, con solo pensar en el costo de un Martini en el Harry’s Bar de Venecia, detalle que yo mismo pude comprobar en un viaje que hice el año pasado. Siguiendo con el ejemplo y aprovechando la ciudad, Eco se plantea el costo de La muerte en Venecia de Thomas Mann, imaginando el precio de una habitación con baño privado en el fastuoso hotel del Lido y en lo que debió gastar Gustav von Aschenbach, el protagonista, por razones de decoro solo en propinas, góndolas y valijas de Louis Vuitton.
Ese cálculo, refería a la peripecia de la historia y sus protagonistas. Pero, ironías aparte, el metamensaje de lo que Eco quiere decir también alude a que un autor tiene siempre un costo -o una inversión- no solo de tiempo y desvelos con la creación, sino de insumos para su obra que no siempre provienen de su imaginación. Debe viajar, dedicar tiempo a investigar, a mantener entrevistas, a leer sobre la época sobre la cual escribe, a documentarse, a contactarse con personas que no conoce, a convencerlas de que lo que está haciendo y para lo cual las aborda es importante, etc. Sin dudas, y por lo que consta en los créditos del libro, Ruperto ha invertido mucho esfuerzo propio y el de otras personas para construir este fresco formidable que es La niña que miraba los trenes partir. Y eso sin duda se nota en esta obra que es novela, crónica histórica, reflexión intimista, relato épico, parábola existencial, contrapunto de voces, lugares, grandezas y miserias.
Como ya dije: Cuatro historias centrales que se complementan y combinan con otras quizá secundarias pero no menos importantes, 38 personajes con nombre y apellido, decenas de ciudades, pueblos, rutas, campos de concentración, trenes, heroísmo, sufrimiento, amor, intolerancia, xenofobia, esperanza, destinos truncos, vida y muerte, dolor, lágrimas y sonrisas. Con el telón de fondo del conflicto más devastador de los vividos en el Siglo XX se ambientan estas cuatro historias que parecen girar en torno a la niña del título, que hoy habita entre nosotros.
¿Es esto una novela?
En una novela los personajes deben ser inventados. Pero no, Charlotte es real, como también el voluntario uruguayo Domingo López Delgado o el tío Alter. Tan reales son que hasta su foto podemos contemplar en las páginas de este libro. Y sobre este recurso gráfico hablaré en un momento.
Pero entonces, ¿qué ha escrito Ruperto Long? ¿Una crónica novelada? ¿Una novela histórica? ¿Cuánto tiene de ficción y cuánto de testimonio documentado y real esta obra? ¿En dónde están los límites? ¿Cuáles voces son las auténticas y cuáles las que Long ha imaginado para consignarlas en estas páginas?
Hay una polifonía de voces, edades, nacionalidades, bandos, oficios y por supuesto linajes familiares que convierten este libro en un artefacto de precisión. Con gran habilidad Long arroja sobre las páginas las piezas de un puzle que el lector tendrá que ir armando para construir, él mismo, ese fresco sobre una época terrible que creíamos superada pero que, a la luz de lo que hoy sucede, cobra una vigencia extraordinaria.
Paréntesis: Otro de los méritos de la obra es oficiar como espejo implacable que refleja el pasado para advertirnos sobre el presente. Ayer fue Hitler. Hoy es ISIS y su insanía que amenaza a todo aquel que piensa diferente a su desvarío político religioso. Hace pocos días en la heroica y tranquila Paysandú un señor judío llamado David Fremd, integrante respetado de la comunidad sanducera, fue salvajemente asesinado a puñaladas. De alguna manera, la trama de persecución y antisemitismo que consigna la novela de Long, perdura y se potencia a la luz de esta nueva y salvaje oleada que asola otra vez a la civilización. Eso, lamentablemente, convierte a La niña que miraba los trenes partir, en un libro urgente y pertinente para el presente, por más que esté referido a los años cuarenta del siglo anterior.
Vuelvo a su estructura. Ese recurso de estructura -se aprecia que Ruperto, indudablemente, además de escritor es ingeniero- ese puzle que debemos armar mientras leemos, es no solo uno de los puntos altos de ese listón que Long ha colocado tan arriba en su desafío, además de ser un envite para que nos comprometamos en atravesar, junto con los protagonistas, el viacrucis de la historia. Así esta progresa y se hace densa -en el mejor de los sentidos que es el espesor humano y la hondura existencial que plantea- y adquiere ese tono épico del que hablaba al comienzo. Pero no la épica de las grandes epopeyas, del bronce, de los hitos de la historia con mayúsculas, sino la épica casi anónima de los individuos que arrancados de sus vidas cotidianas, de las cosas simples de su quehacer diario, deben enfrentarse a fuerzas terribles para las que nadie está preparado. Así, de la existencia normal, hombres, mujeres, niños, ancianos, pasan a la vida heroica, a una superación humana por la vía del sufrimiento, las privaciones, la diáspora, el cautiverio, la persecución racial y religiosa, el tiempo del desprecio y la muerte. Sobrevivir a eso pasa a ser la consigna. Ser humanos en medio de lo inhumano, el desafío.
Hay un pasaje que quisiera citar. Charlotte, la niña protagonista, vive en Lyon con sus padres y hermanos, refugiada en la casa de unos armenios. Ella y Raymond viven dentro de un ropero. Pero una tarde deben abandonarlo precipitadamente, porque un grupo de la Gestapo viene a inspeccionar la casa. Charlotte y su hermano salen y se refugian en un callejón, en medio de la basura.
Charlotte
Desde mi refugio entre la basura, alcancé a ver la puerta de calle que se abría. Enseguida salió el perro, que parecía arrastrar a uno de los gendarmes. Se escucharon unos gritos y apareció el oficial de la Gestapo, seguido por los demás policías. Unos minutos después todos los integrantes de la partida se reunieron a la entrada del callejón. A pesar de la oscuridad, me pareció ver que se llevaban a dos desdichados (una chica y un muchacho, ambos muy jóvenes) que habían detenido en una de las casas vecinas.
Lo peor había pasado; pero el terror que me dominaba seguía vivo en mi interior. Me mantuve quietita durante largo rato. No me animaba a asomar la cabeza, ni mucho menos a salir. ¿Y si volvían?
Recién entonces presté atención a una molesta sensación que me había perturbado desde el momento en que me metí en la basura, una suerte de cosquilleo en los dedos de los pies y en los tobillos. Corrí unos cartones y miré mis pies, apenas protegidos por unas pantuflas, lo único que tuve a mano para ponerme en el momento de la huida: no menos de cuatro ratas grandes, con su asquerosa pelambre grisácea y sus colas larguísimas, viboreaban entre mis piernas. Se me revolvió el estómago del asco, tuve ganas de vomitar, apenas pude contener las arcadas. Igual, no me animé a mover los pies. Temía mucho más a los soldados que a las ratas. Y además, ellas no me mordieron en todo ese rato que convivimos entre la basura. ¡Me consideraban una igual!
Seguíamos vivos, vaya una a saber por cuánto tiempo. Pero ¡a qué precio! Mi Dios, ¿en qué nos estábamos convirtiendo?
El fragmento me exime de mayores comentarios, pero es magistral este pasaje que sintetiza el horror mezclado con la inocencia y la devastadora reflexión de que hasta las ratas eran mejores que los nazis.
Un poco antes mencioné los recursos gráficos del libro. Está profusamente documentado y eso provoca, por las imágenes que incluye, una inquietud extra en el lector. Long nos describe o hace hablar a un personaje y de pronto, al volver la página, lo vemos retratado. Entonces, la ilusión pasajera de la ficción se convierte en hecho real, en cara verdadera, en lugar existente. Hay fotos familiares, afiches, panfletos políticos, calles, documentos, grupos sometidos a violencia. Todas sus fuentes consignadas al final del libro. Algunas, de difícil ubicación y obtención. Y en la diagramación -mérito del equipo de diseño de la editorial- integradas al texto con un adecuado tratamiento.
Por último, quisiera referir al bello título de este libro. Desde muy pequeño tuve una relación admirativa y placentera con los trenes. Era una época que todavía corrían en Uruguay y era habitual que los tomase para ir a San José. Los años me hicieron conocer otros trenes: desde el Talgo al Ferro Simplon Express y el Amtrak o el TGV. Amo los trenes y puedo entender la fascinación que siente la niña Charlotte cuando los contempla alejándose de Lyon desde una pequeña colina de los suburbios. Los trenes tienen siempre algo inexorable en su movimiento por las vías, conectan puntos distantes sin la posibilidad de desviarse inútilmente. Hay una cosa geométrica y prefijada en su traslado. La niña les confiere otra condición: la de ser veloces y libres. Los ve alejarse y piensa que van de alguna manera hacia la libertad que ella no tiene. Hasta que un día descubre un cargamento ignominioso en sus vagones: personas hacinadas, con un destino incierto y seguramente terrible. No viajan hacia la libertad sino que son llevados hacia la muerte. Parte de la inocencia de Charlotte se pierde en ese instante en que descubre en sus amados trenes una cifra del horror.
Podría decir muchas cosas más sobre este libro conmovedor y necesario. Pero considero que son los lectores quienes deben asumir la tarea de armar el puzle que plantea esta novela -finalmente lo es, sin dudas- por más que Ruperto la defina como novela de no ficción. Tomen este libro con el respeto, el rigor y el sentido del desafío que su autor ha empleado para escribirlo. Es lo menos que se merece una obra de tal ambición y esmero.