Los riesgos y virtudes de las conmemoraciones

Puede que el título suene medio raro y que muchos se pregunten a qué viene, más allá de que las centrales de esta edición 51 están dedicadas al cincuentenario de la encíclica social de Pablo VI, Populorum progressio.

Fue en la Pascua de 1967, un 26 de marzo, que Montini firmó su carta a toda la Iglesia y a todas las personas de buena voluntad, como se estilaba sobre todo a partir del Vaticano II, por más que la presentación pública de la misma se realizó dos días después. En el mayo recién pasado, por otra parte, se cumplieron los diez años de la Conferencia general del episcopado latinoamericano en Aparecida (Brasil), que sigue estando en el primer plano de la Iglesia, no solo de nuestro continente, sino del mundo entero, por obra de las continuas referencias a ella del papa Francisco. Retomaremos este aniversario en próximas ediciones.

Trabajando en este número, y conversando con diversas personas para armarlo, algunas que no vivieron aquellos años 60 del catolicismo post conciliar, nos transmitieron la inquietud de si no estaríamos exagerando con las conmemoraciones. En todo caso, quedamos advertidos, de parte de gente más volcada al futuro que varios de nosotros, sobre el riesgo de mirarlo con nostalgia, añorándolo más que celebrándolo como memoria viva. Creemos que no son esas ni nuestra intención ni el resultado de lo que tienen entre manos. Pero no está de más acoger ese alerta y reflexionar un poco sobre ella. A eso dedicamos estas líneas que, como saben, son una conversación que busca siempre disparar una reflexión común.

Ante todo, si hay un llamado de atención por ese lado, lo hay también por lo que podría ser su opuesto: los cortes en la memoria siempre necesaria para construir algo en serio, que consiste en olvidar o alojar en un pasado definitivo esas vivencias que han marcado el tiempo transcurrido. Es esta una tentación más frecuente entre los jóvenes que lógicamente desean afirmar el presente y mirar hacia adelante. Así como la que aqueja sobre todo a quienes han vivido más es la de remitirse continuamente a lo que pasó, lo que ya se hizo. La gran cuestión que aparece entonces es la de saber combinar e integrar estas dos tendencias, sobre todo para un cuerpo como la Iglesia, que conoce ya dos mil años de vida y que al mismo tiempo debe hacer las cuentas con el Espíritu que la habita y la empuja hacia lo todavía no del Reino. Siempre estaremos acompañados por esta tensión que es de las fecundas. Lo importante es tomar conciencia de ella y saber aportar lo de cada uno, lo de cada sensibilidad, como material para una construcción comunitaria.

Tratemos de concretar esta reflexión, solo apuntada, a una realidad que nos interroga, desde nuestra perspectiva, claro. Tiene que ver con la valoración de lo que nuestra Iglesia hace y ha hecho en el terreno de la solidaridad, o si preferimos de la acción social, de la misericordia, diría tal vez Francisco, en relación con su misión que es la evangelización. De pocas cosas discutió la Iglesia católica tanto en los 70 y 80, como acerca de la manera de entender esa relación, que se expresaba sobre todo en un binomio que al inicio fue “evangelización y promoción humana” y después “evangelización y liberación”. No vamos aquí a detenernos en la cuestión, por otra parte muy apasionante por lo que significó de debate interno en toda la Iglesia, sin dudarlo con mucha mayor insistencia en América Latina. Pero, por ejemplo, la Iglesia en Italia dedicó todo un año (1976), incluida una asamblea nacional, a esa problemática. Otra señal de su importancia es que numerosas instancias y palabras del magisterio de la Iglesia tuvieron a esa cuestión en su centro. Enumeremos sin demasiado rigor: Sínodos de Obispos de 1971, 1974, 1985; la Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, La Misión del Redentor y La Iglesia en América, de Juan Pablo II; las dos Instrucciones sobre la Teología de la liberación; las Conferencias generales del episcopado latinoamericano de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida; numerosos documentos de obispos latinoamericanos, incluyendo a uruguayos, etc.

Y sin embargo, no es infrecuente que en encuentros, reuniones, discusiones, escritos del día a día de nuestra Iglesia haya de nuevo toda una desconfianza muy grande hacia ese tipo de acción de la Iglesia si no se aclara a cada momento que es hecho en nombre de Jesús, de la fe, si no se evidencia en cada paso la “identidad católica” de la misma. Se insiste en que de otro modo estaríamos volviéndonos una ONG social, que ya no haríamos lo que nos es propio, y por esa vía nos mimetizaríamos en el espacio público. Y se extiende una especie de sospecha con respecto a nuestro pasado eclesial cercano, como que hubiera pecado de eso. Son estos algunos de los términos en que se plantea la cuestión, más allá de que seguramente recubren pensamientos no unívocos. En todo caso, no parece que se haya incorporado toda la muy rica reflexión y de las conclusiones de los años citados.

Tal vez nos ayude un ejemplo concreto. En el libro Padre Cacho. Cuando el otro quema adentro, de nuestra Mercedes Clara, se dice en un momento que hay católicos que piensan que Cacho tuvo una etapa de activista social, en la que dejó de lado su sacerdocio, o se lo guardó para sí, pero que después redescubrió esa dimensión hacia el final de su vida. Si no, ¿cómo podríamos intentar que fuera reconocida su santidad? Este grueso malentendido revela una cierta manera de entender y encarar esa relación que señalamos más arriba. Y sin embargo, si algo parece adquirido tanto por el magisterio como por la práctica eclesial en muy diversos contextos, es que no se puede hablar más de dos tareas que hubiera que relacionar de una u otra manera (evangelización y promoción humana), sino de una única acción, la misión cristiana, la evangelización, que incluye sine qua non la solidaridad. Es evidente que esa síntesis no ha quedado cerrada. Hay que continuar procesándola ante los nuevos desafíos, pero otra cosa es volver atrás, a un estadio anterior a ella, sobre todo por no guardar memoria. Francisco parece un caso muy elocuente de absorción de lo vivido desde el Vaticano II y de su expresión en un nuevo contexto. Tal vez por eso encuentra las resistencias conocidas.

Nos hemos alargado un poco más de lo habitual. Creemos que con lo dicho hasta acá se habrá comprendido que nuestra intención es la de llamar la atención, al conmemorar el cincuentenario de Populorum progressio, sobre la importancia que tiene para nuestra misión de hoy saber recoger el legado de la encíclica y de toda la sensibilidad y experiencias cristianas que ella expresó, estimuló y acompañó. No otra cosa hizo Medellín, al año siguiente, y también Juan Pablo II con la Sollicitudo rei socialis al retomarla y celebrarla a los veinte (1987).

Mantener viva la memoria de los momentos de nuestra historia con el Señor que van haciendo el camino de la Iglesia en su acompañar e iluminar los pasos del mundo, se nos presenta como una responsabilidad mayor de todos, de las diferentes generaciones. De otro modo nos condenamos a empezar siempre de nuevo con los riesgos de repetirnos sin darnos cuenta, de dispararnos con la mejor voluntad, pero sobre todo de no estar a la escucha del Espíritu que nos habla en nuestro presente y del pueblo al que hemos de servir.