Laicidad y Democracia

 Autor: Néstor Da Costa

Democracia y laicidad son dos términos que van de la mano. El ejercicio democrático que implica reconocimiento de la dignidad de cada individuo y de su aporte a lo colectivo a través de variadas formas de participación en la construcción de la polis, de lo público, implica que el sistema no esté “sesgado” o “cooptado” por ninguna convicción religiosa particular.

El “arreglo laico” es imprescindible para poder ejercer una forma de gobierno independiente de grupos y corrientes religiosas. Nótese que me refiero al arreglo laico y no utilizo el habitual “la laicidad”. Esto es porque las Ciencias Sociales en su estudio sobre el fenómeno denominado “laicidad” nos han hecho comprender que “la” laicidad no existe[1], sino que existen arreglos institucionales en diversos lugares del mundo que tienen por objetivo generar un acuerdo para la convivencia en donde se establezca que al Estado no se le puede imponer una convicción religiosa particular en su accionar, utilizándolo para legitimar solo algunas posibilidades, ni se puede desde el Estado imponer a la ciudadanía convicciones religiosas particulares.

Para nosotros, los uruguayos, la palabra “laicidad” es un término muy común. Aparece con mucha frecuencia en el debate público, algo que solo sucede en muy pocos países del mundo, no más de seis, a saber: Francia, México, Turquía, España, el Canadá francófono y Uruguay.  Este uso significativo en solo seis países no quiere decir que no exista en muchos otros, solo que no se recurre al término “laicidad” o no tiene la entidad en el debate, que tiene para nosotros.

Pese a ser un término de mucho uso, no tiene un significado unívoco ni dentro ni fuera de fronteras, y ciertamente no es un término de uso universal, pese a que los uruguayos lo creemos lo más natural del mundo y cuando tenemos la posibilidad de salir al exterior volvemos impresionados por cómo se vive lo religioso en lo público en otros países.

Para abonar la no universalidad del término “laicidad” y de los fenómenos a que se evoca con el mismo, comencemos diciendo que no tiene una palabra propia en idiomas como el inglés o el alemán. En inglés se refiere al mismo como “secularism” término más cercano a secularización que a laicidad y de paso digamos que “secularización” y “laicidad” no son el mismo fenómeno.  El primero es un proceso societal de largo aliento, de pérdida de relevancia de las instituciones religiosas en la rectoría de la vida social y el segundo se refiere a los formatos institucionales y acuerdos para establecer el acuerdo para la convivencia antes mencionado. Que el término “laicidad” no tenga traducción en los idiomas mencionados, indica la ausencia de significación cultural para esas sociedades.

Además de que puede significar e implicar diversos formatos a nivel de otros países también tiene significados diversos dentro de nuestro país. Cuando analizamos el debate público podemos apreciar que los actores manejan el mismo término, pero con significados diferentes. Esto tampoco es original de nuestro país. Jean Bauberot[2] consigna lo mismo para Francia y Feliti y Prieto[3] dejan constancia de lo propio en Argentina, encontrando seis significados en el debate público en el vecino país. En Uruguay sucede lo mismo, entre quienes utilizan el término en el debate público hay visiones distintas de lo que es o lo que es “la laicidad”.

Si nos atenemos a una revisión de la prensa local apreciaremos que el término “laicidad” en Uruguay aparece ligado la mayor parte de las veces a otra palabra y se expresa en “violación de la laicidad”. Usualmente hay dos énfasis distintos en este enunciado: por un lado, la neutralidad de lo estatal y lo público ante lo religioso y, por otro, la neutralidad de lo estatal ante lo político partidario o ideológico. Éste segundo énfasis parece ser un diferencial que solo se expresa en Uruguay. La sociedad uruguaya de comienzos del siglo pasado le daba un lugar “sagrado” a la política, al punto de sacralizar el formato de gobierno por sobre otros aspectos. No es casual que nuestro país no tenga nombre. Es la República que está al oriente de un río que se llama Uruguay. Este hecho, que no visualizamos habitualmente, pone de manifiesto lo sagrado de ser República, o sea de la construcción política para los habitantes de esta tierra que está al oriente de un río. La sacralización de la política es lo que se encuentra en la base de las denuncias por violación de la laicidad cuando aparecen asuntos políticos partidarios o ideológicos en el sistema estatal de educación. Se equiparó lo religioso con lo político. Esto merecería una mayor profundización que no es posible abarcar en este artículo.

Pero volviendo a una necesaria clarificación, ¿En qué consiste el fenómeno llamado laicidad? Como ya se mencionó es un acuerdo que asegura la convivencia entre quienes tienen distintas versiones de la verdad, estableciendo la no utilización del Estado por ninguna de ellas para imponer a los demás.

Y como acuerdo y fenómeno social no es un fin en sí mismo, sino que existe para asegurar objetivos (sigo en esto también a Milot) Y esos objetivos son asegurar la libertad de conciencia y poder expresar esa libertad de conciencia. Para ello se vale de dos medios, la separación y la neutralidad.

La separación se refiere a la forma en que se ejerce la administración de lo político que implica estar separado de las convicciones de las iglesias o grupos religiosos. Dicha separación puede tener dos modalidades, formal o de hecho. Uruguay, Estados Unidos, Francia, tienen separación formal. Es decir, en el caso de esos tres países la Constitución establece que las iglesias deben estar separadas del Estado. En otros casos la separación es de hecho. El caso paradigmático puede ser el británico. El Reino Unido no tiene separación Iglesia y Estado, en ese sentido es un Estado confesional, pero en el ejercicio político las decisiones tomadas refieren a mecanismos independientes de las iglesias. Las decisiones políticas no se toman en función de los cuerpos de creencias de la iglesia anglicana, sino a través del sistema político basado en la representación ciudadana. Es un caso claro de separación en los hechos.

Dicho de otra manera, no hay una única forma de establecer el arreglo laico. Hay formas diversas. La clave está en los objetivos y los medios.

La neutralidad es el otro medio. El Estado no debe tomar partido por ningún grupo o convicción religiosa. En Uruguay hay al menos dos interpretaciones de acerca de la neutralidad. Para unos implica no reconocer, no ver, ignorar, la existencia de lo religioso. El argumento más usual es que como la Constitución establece que el Estado no sostiene religión alguna, tiene que prescindir de verla. La otra interpretación refiere a que los fenómenos religiosos son parte de la realidad, existen y los ciudadanos optan o no por ellos, como parte de su vida, por lo tanto, el Estado no puede ignorar la existencia de ese fenómeno, lo reconoce, pero no toma partido por ningún grupo ni postura religiosa en particular.

Estas dos concepciones de neutralidad implican también modelos de sociedad. En el primer caso que llamamos laicidad de la ignorancia o de la prescindencia, el modelo pone por encima de todo al Estado y prescinde de una parte de la realidad social o la niega, argumentando que debe quedarse en lo privado. Dicho sea de paso, esta posición tiene problemas con la realidad social (es innegable la existencia de las convicciones religiosas de los ciudadanos) y por otro con la Declaración Universal de los Derechos Humanos que establece en sus artículos 18 y 19 que la religión es un derecho humano fundamental y establece que puede ser expresado en lo público. Formalmente, a nivel de las redacciones de leyes y decretos ese derecho está salvaguardado en el Uruguay. Donde no se expresa de la misma manera es en el modo de gestionar esa “neutralidad”

La otra concepción de neutralidad es la que pone en el centro a los ciudadanos y asume que lo que ellos decidan vivir o creer es parte también de la construcción social, es lo que se llama laicidad de reconocimiento. Se reconoce al ser humano, ciudadano, en su totalidad y no se le pide que deje en su casa sus convicciones religiosas ni de otro tipo.

Es aquí donde retomo el vínculo entre democracia y laicidad. La democracia requiere del arreglo laico para cumplir cabalmente con el reconocimiento de todos los ciudadanos y para asegurar que el Estado no imponga a nadie lo que creer o no creer. El arreglo laico es sustancial para la democracia.

En nuestro país la visión de una laicidad más cercana al laicismo (la ideología que combate la presencia de lo religioso en lo público) presenta dificultades para la construcción de una democracia más inclusiva.

La diversidad es un fenómeno que ha llegado para quedarse. En las últimas décadas asistimos a su reivindicación internacional y local y no solo a través de colectivos de la sociedad civil sino también en los avances que los estados miembros de la UNESCO (entre ellos nuestro país) consagraron en la declaración de la diversidad cultural como asunto constitutivo de la de las sociedades contemporáneas que aporta diferencias y matices a la construcción de la convivencia, del conjunto de la sociedad.

Uruguay viene de una larga tradición hiperintegradora que, obsesionada por la integración de los diferentes a un modelo único y el consecuente desplazamiento de las identidades de origen, veía en la diversidad un enemigo. Túnicas blancas que nacieron para igualar a los diferentes, decretos que establecieron que los edificios públicos no podían ser de color, no podían ser pintados, son parte de ese esfuerzo civilizatorio hiperintegrador que nos ha marcado culturalmente hasta nuestros días.

De esa larga tradición preocupada porque las diferencias no fueran un obstáculo a la construcción de un nosotros colectivo y por ende reclamante del abandono de ellas en lo público, a los tiempos actuales donde las diferencias son reconocidas como valor para la integración social, ha pasado mucha agua bajo los puentes y aún así permanecen resquicios de un arreglo laico vinculado al laicismo y a la negación de las diferencias que a una laicidad de reconocimiento, inclusiva, integradora de todos los diferentes sin pedir a nadie que renuncie a expresar públicamente a nada de lo que entiende es sustancial en su vida.

El camino del fortalecimiento de la democracia implica la reafirmación del establecimiento del arreglo laico donde el Estado no tome partido por ningún grupo o posición religiosa para el ejercicio de sus funciones y a la vez actualizado al siglo XXI, haciéndose cargo de la inclusión social de todos los ciudadanos, crean lo que crean sin exigirles que abandonen en sus casas (como si las convicciones religiosas fueran un saco que uno puede dejar colgado en su casa y usar solo allí dentro o en el templo) sus convicciones sobre la trascendencia, que, precisamente si se refieren a algo que ellos entienden trascendente, no puede quedar archivado por un rato. El desafío de mejorar la calidad democrática es construir una laicidad de reconocimiento e inclusión se crea en lo que se crea.

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Néstor Da Costa es doctor en Sociología por la Universidad de Deusto, miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Uruguay y director del Instituto de Sociedad y Religión de la Universidad Católica del Uruguay.

[1] Milot. M. (2008) La Laicidad. 25 preguntas. Madrid. Ed CCS

[2] Bauberot, J. (2005) Historia de la laicidad francesa. Ciudad de México. El Colegio Mexiquense

[3] Feliti, K., Prieto, S. (2018) Configuraciones de la laicidad en los debates por la legalización del aborto en la Argentina: discursos parlamentarios y feministas (2015-2018). Buenos Aires. Salud Colectiva.



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